viernes, 18 de abril de 2014

García Márquez, periodista de fábula

Hoy es un día de luto universal. Por ello, en lugar de publicar la última parte de la trilogía sobre la hegemonía y el asesino solitario, esta entrada está dedicada a Gabriel García Márquez, uno de los escritores más queridos y citados, y el mejor periodista que ha habido, según mi opinión ranchera.


Acepto que escribir sobre el recién fallecido Nobel colombiano es una decisión un tanto oportunista, pero también está motivada por un sentimiento extraño de tristeza. Es raro sentir pena, porque nunca conocí en persona al escritor y empecé a leerlo cuando ya estaba consolidada su fama y prestigio. Es decir, muchos años después de que publicara su obra cumbre, Cien años de soledad. Hay un vínculo extraño entre escritor y lector que se consolida por la admiración de quien lee, como si el que cuenta las historias fuera un amigo entrañable no visto durante años, pero que está cerca porque revela aspectos extraordinarios de la vida que nuestra inteligencia pierde en el trajín ordinario de la rutina. Esta cercanía la sintieron por Márquez millones de lectores, constituyéndose en su cualidad más misteriosa y envidiada, a tal grado que muchos le decían “el Gabo” con inusitada familiaridad. 

Lo primero que leí de Márquez -como tantos porque era la obra más citada y preferida- fueron los cien años solitarios y me pareció la novela más completa por tener un final que cerraba sin fisuras la monumental epopeya de los Buendía. En mi lectura ingenua, pensé que la novela tenía la forma de un círculo perfecto porque principio y fin coincidían en el mismo punto. Como muchos, admiré sin reservas a la obra y al autor. Después, renegué de este entusiasmo al considerar que el colombiano había usado hasta el hartazgo la fórmula del “realismo mágico” y, además, era un best-seller. Otra cualidad (o defecto, según la perspectiva) del escritor era haber logrado que lo leyeran quienes se jactaban de no ser lectores. 

En lo personal y en un arranque de esnobismo, opté por descalificar el resto de su obra como una derivación marchita de la leyenda de Macondo, influenciado por el movimiento McOndo, creado por el escritor chileno, Alberto Fuguet, para criticar el exotismo desmesurado de las historias del colombiano, refutado por la realidad urbana y sin “fantasías” de Latinoamérica, más parecida al mundo consumista anglosajón.

Por otro lado, algunos sostienen que Cien años de soledad fue un hito en la literatura y, por tanto, es injusto medir con esta cumbre el resto de las creaciones de Márquez porque era imposible repetirla. Al respecto, recomiendo la lectura de García Márquez: Historia de un deicidio -largo ensayo sobre la obra del colombiano escrito por su amigo Mario Vargas Llosa- para entender de qué manera se gestó el estilo mágico-realista y cómo todas las novelas previas y posteriores confluyen en la saga de la familia Buendía.  


Recientemente he revalorizado la obra de García Márquez a través de la lectura intermitente de sus Notas de prensa (1980-1984). El libro es una selección de las columnas publicadas durante esos años en el periódico colombiano El Espectador. En ellas, el autor de El amor en los tiempos del cólera escribió abiertamente sobre cualquier asunto de forma menos adornada y, a mi parecer, más contundente porque expresa en dos o tres cuartillas la esencia de su estilo y de algunas historias incluidas en sus novelas. De ahí que piense que es mejor periodista que novelista porque, además, sin la primera actividad jamás habría sido capaz de escribir sus ficciones. 

Incluso, algunas de sus historias, como Relato de un náufrago o Noticia de un secuestro, son más cercanas a la crónica periodística. Es un ejemplo escaso de una persona que combinó con fortuna dos actividades creativas, de las cuales la base y la cúspide son el periodismo. El novelista, en su caso, no logró superar al periodista, actividad que el propio escritor consideraba el “mejor oficio del mundo”. Por ello se sentía tan cercano a Hemingway, quien también se había formado en el periodismo, aunque desconozco si el norteamericano fue mejor novelista porque nunca supe qué sucedió con el “gato bajo la lluvia”. 

Por ejemplo, con sentido del humor llano e incisivo, Márquez comparte en estas Notas un “domingo de delirio” que vivió en Cartagena de Indias con su editor español, en el cual se juntaron tantos sucesos inconcebibles que el visitante le dijo que ‘no había inventado nada en sus libros’ y, para ser francos, era un ‘simple notario sin imaginación.’ Movido por su humildad de grillo, el colombiano no refuta esta opinión en la nota y se dedica a narrar lo que pasó aquél día, demostrando, de paso, el origen de su estilo “mágico”. De la confusión en el aeropuerto por los letreros que indicaban la salida y entrada de pasajeros, Gabo y su editor vieron después cómo el mercado popular más concurrido había sido sustituido por el Centro de Convenciones, un edificio enorme y de costo estratosférico que las autoridades justificaron bajo el argumento de que era necesario para ‘coronar todos los años a la reina de la belleza.’

Antes de poder asimilar semejante astucia, el editor visitó la casa de los padres del escritor y experimentó en carne propia el comportamiento peculiar de una familia en la que el padre de 80 años planeaba una excursión por la selva amazónica; la madre de 76 lavaba los platos por segunda vez porque la lavadora eléctrica no lo había hecho bien; una nieta contaba con naturalidad cómo se había visto a sí misma desde la cama cuando regresaba del baño; y la tía Elvira de 84 años llegaba de improviso a la casa, feliz, abriendo los brazos y declarando que venía a despedirse porque ya casi se iba a morir… Como podría esperarse, el escritor tuvo que esforzarse (¿qué le habría dicho?) para convencer al editor de que ésa era su vida cotidiana.

Su proceder como reportero (simple notario que consigna la realidad) al escribir ficción lo confirma su impresión de que los escritores de América Latina y el Caribe tienen que reconocer, ‘con la mano en el corazón’, que la realidad es mejor escritor que todos. ‘Nuestro destino y tal vez nuestra gloria, es tratar de imitarla con humildad, y lo mejor que nos sea posible’. La realidad latina es tan copiosa en detalles insólitos que ya no es necesario imaginarla (transformarla), como intentaría un novelista. La gloria del colombiano reside, entonces, en haber sido el mejor al emular esta realidad. 


En cuanto a su muerte, las notas de prensa mexicanas y colombianas informaron que el escritor padecía cáncer en fase de metástasis y, por su avanzada edad, se descartó la quimioterapia. Encima, era víctima de Alzheimer, diagnosticado desde 2006. Tenía 87 años recién cumplidos el pasado 6 de marzo y ya había superado previamente un cáncer linfático. Por coincidencia extraña, días antes de su muerte leí en las Notas una columna titulada La vejez juvenil de Luis Buñuel, dedicada a la autobiografía que había publicado el cineasta en 1982, preocupado por su pérdida de la memoria, y que motiva una digresión sobre la vejez.

Cita Márquez a Buñuel, sin saber que 24 años después experimentaría algo similar: ‘hay que haber empezado a perder la memoria, aunque sólo sea a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye nuestra vida’. El colombiano apunta que empezará a escribir sus memorias en cuanto antes para acordarse de todo. El resultado fue Vivir para contarla, publicada en 2002, donde hace un recuento de su juventud e infancia. Muchas de las notas incluidas en el libro que refiero incluyen recuerdos de esta época, como el asesinato real que inventó Crónica de una muerte anunciada; el viaje iniciático en buque, de Barranquilla a Bogotá, por el Río Magdalena; o el encuentro a distancia en París con su querido Ernest Hemingway. 

Para quienes esperaban otro volumen con los recuerdos de la edad adulta deberían adentrarse en esta selección de columnas, que incluyen un sinnúmero de vivencias, como la noche de terror que vivió junto a su esposa en un castillo medieval de la campiña toscana; los cables interceptados y descifrados de la CIA cuando trabajaba en Prensa Latina, que permitieron anticipar el desembarco en la cubana Bahía de Cochinos; la locura vivida durante el día más caluroso en Ámsterdam, donde hasta las computadoras se negaban a funcionar con normalidad; o su último encuentro con el panameño Omar Torrijos, un día antes del accidente fatal del general.

Sobre la condición indeseada de hacerse viejo, Márquez da un consejo simple: la vejez se contiene no pensando en ella y viviendo hacia el porvenir. Miro la última fotografía publicada el 6 de marzo por su cumpleaños: Gabo viste impecable de traje gris con una flor amarilla en la solapa. Sonríe y aplaude a los reporteros que fueron a su casa a cantarle “Las mañanitas”. Es un viejo joven.

Ajeno a sentimentalismos, la muerte del colombiano significa la partida de un escritor universal (de ahí que sostuviera al inicio lo del luto universal) y uno de los más queridos. Al lado de Guerra y Paz, Crimen y Castigo, Madame Bovary, La comedia humana, Historia de dos ciudades y obras afines, estará Cien años de soledad. Como escribió el periodista Jon Lee Anderson, García Márquez será extrañado como un padre. 

Paquidermo

El mejor cuento de García Márquez fue aquél que relata la historia del hombre que se extravió para siempre en sus sueños. Soñaba que dormía en un cuarto igual al que dormía en la realidad y, en ese segundo sueño, soñaba de nuevo que dormía en el mismo cuarto. El despertador sonaba en la mesa de noche de la realidad y el dormido empezaba a despertar. Primero tenía que despertar del tercer al segundo sueño y, lo hizo tan lentamente, que el despertador dejó de sonar. Tuvo entonces la duda de estar en el cuarto real o seguir en el segundo sueño. Cometí el error de dormirme otra vez para intentar descubrir un indicio más certero de la realidad en mi segundo sueño. Fracasé y, por consiguiente, me dormí en este sueño para buscar la realidad en el tercero, después en el cuarto, el quinto y así sucesivamente. Con desesperación, empecé a despertar hacia atrás, del quinto al cuarto, del cuarto al tercero, etcétera, pero perdí la cuenta y pasé de largo por la realidad. Empecé a soñar, qué remedio, detrás de la realidad, en otros cuartos, hasta perderme en la galería sin fin de cuartos iguales. Dormido para siempre se paseaba de un extremo a otro de los sueños incontables, sin encontrar una puerta de salida a la realidad. En un cuarto de número intraducible, la muerte fue su alivio.

-         Ligera alteración del proyecto de cuento nunca escrito por García Márquez, que lo emparentaba con Borges y, a su vez, con Kafka (El mar de mis cuentos perdidos, 25/08/1982).





domingo, 6 de abril de 2014

Piglia, la hegemonía y el asesino solitario – segunda parte: Colosio y Kennedy

I

Nada se afirma ni se niega, escribí en la anterior entrada respecto a lo que está detrás de crímenes sin solución, como fueron los asesinatos de J. F. Kennedy y Luis Donaldo Colosio. Todas las posibilidades parecen abiertas, en cuanto a las causas, los culpables y los propósitos que motivaron los magnicidios, envueltos en la especulación por décadas y siglos y milenios. Sin embargo, hay que precisar que sí hay una afirmación impuesta por las autoridades: la teoría del asesino solitario. Esta verdad oficial sirve para ejemplificar cómo se asienta la versión que favorece al gobierno en turno, en una muestra de la forma en que el poder hegemónico modela la realidad.

La discusión está precedida por la lectura de El camino de Ida, la reciente novela de Ricardo Piglia, donde el presunto asesino solitario, Thomas Munk, podría ser comparado en la realidad con Lee Harvey Oswald o Mario Aburto, personas inestables que decidieron matar a figuras poderosas para llamar la atención y  lanzar un mensaje de alerta a los dominados, es decir la mayoría de la población. Aunque esto no es del todo claro, porque también cabe la opción de que estos crímenes fueron parte de un plan o conspiración en la que sus desdichados culpables oficiales fungieron como simples instrumentos finales.  

Hace 20 años en México, el 23 de marzo de 1994 para ser precisos, fue asesinado el candidato presidencial del partido oficial, Luis Donaldo Colosio, cuando caminaba entre la multitud al final de un mitin en Lomas Taurinas, Tijuana. Un hombre le disparó en la cabeza sin mediar ninguna distancia; avanzó hasta el candidato, apoyó la pistola en la sien y jaló el gatillo. Hubo otro disparo en el abdomen. Colosio murió horas después en el hospital, pero nadie esperaba que sobreviviera, se sabía que las heridas habían sido letales, igual que cuando Kennedy se desangraba sin remedio en el auto descapotable.

El autor de los disparos, Mario Aburto, fue detenido por las autoridades momentos después de los tiros, quienes lo salvaron de un linchamiento por parte de las personas que estuvieron cerca del hecho. Al día siguiente, Aburto fue presentado a la prensa antes de ser recluido en la cárcel de alta seguridad de Almoloya. Un detalle sobresalía: la persona con uniforme de preso era distinta a la que habían captado las fotografías del día anterior. El Aburto preso era robusto, de cuello ancho y tenía el rostro intacto, mientras que el hombre captado en las fotos era delgado, de cuello estrecho y con la cara manchada de sangre, a causa de los golpes recibidos por quienes lo identificaron tras los disparos. Este relato ha sido contado una y otra vez en libros y notas de prensa, pero lo reescribo para mi archivo personal de fragmentos históricos.


Se especuló sobre conspiraciones en la cúpula política y se identificaron otros presuntos culpables, que habrían ayudado a Aburto en su avance hacia el candidato. Pero las versiones fueron desechadas por falta de pruebas y, al final, las investigaciones oficiales concluyeron que se trataba de un asesino solitario, en un crimen que, desafortunadamente, había coincidido con un clima de tensión, donde se definía la sucesión presidencial y se negociaba la paz con el movimiento zapatista que se había sublevado en Chiapas a principios de ese año.


II

En la teoría del asesino solitario se considera que el culpable es un demente que desea perturbar a la sociedad por razones egoístas: volverse famoso. Atribuir el acto a un desequilibrio mental es un procedimiento clásico en Estados Unidos -dice la novela en referencia a Munk- donde los motivos políticos radicales son vistos como desvíos de la personalidad. Y él mismo agrega que declararlo un loco es usar los métodos de la psiquiatría soviética, que considera a los disidentes unos lunáticos porque nadie, en su sano juicio, podría oponerse al régimen socialista, un paraíso y el fin de la historia. Los opositores están fuera de la razón, de ese ‘sentido común’ que define la maquinaria estatal. 

Por otro lado -agrega Renzi en la novela- la discusión sobre el asesinato se centra en el “cómo” en lugar del “por qué”, algo común cuando se trata de sucesos políticos. Nunca se pregunta, por ejemplo, por qué Oswald mató a Kennedy ni a quién (o quiénes) benefició el atentado, sino que se opta por intentar esclarecer cómo mataron al presidente, es decir qué arma se usó, desde dónde se disparó, qué trayectoria siguieron las balas, etc. En otras palabras, se busca una explicación técnica porque, en cuanto a las causas, ya se sabe que todo es producto de la demencia de un individuo.

La locura de los asesinos solitarios es reforzada por su pasado oscuro, evidenciado en documentos hallados por las autoridades, en los que, de manera predecible, ‘sale a la luz’ que estos individuos coquetearon con movimientos políticos radicales, mientras se dedicaban a oficios grises o, en el peor de los casos, trabajaban para el gobierno, como Oswald, quien había sido miembro de la Marina estadunidense. Al momento de su captura se dijo que él había cometido el crimen solo, influenciado por ideas comunistas que adoptó durante una estancia en Cuba. Fue, ni más ni menos, que un agente al servicio del bloque comunista, con una capacidad fuera de serie para disparar rifles de largo alcance; un demente que desafió la hegemonía norteamericana a favor de su enemigo mortal: la Unión Soviética.

Este modus operandi del poder oficial para esclarecer un magnicidio es explicado en una nota de prensa de 1982 de Gabriel García Márquez, titulada El pez es rojo, sobre un libro del mismo título que versa sobre los múltiples atentados fallidos contra Fidel Castro, patrocinados por la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés). El colombiano relata que, en uno de los casos, Castro iba a ser asesinado con una ametralladora escondida en una cámara de televisión, durante una conferencia de prensa, pero el intento fracasó porque a uno de los participantes le dio apendicitis y el otro no tuvo el coraje para disparar. El hombre de la CIA que dirigió el atentado declaró, según el libro de Hinckle y Turner:

Era algo similar al asesinato de Kennedy, porque la persona que iba a matar a Castro estaba provista de documentos que le harían aparecer como un agente desertor de los servicios cubanos de Moscú.

Algo similar sucedió con Aburto, quien, a diferencia de Oswald, no trabajó para el gobierno mexicano, sino que tenía un oficio casual en un taller mecánico. Después del asesinato, las autoridades confiscaron un diario entre sus pertenencias, en el que revelaba ser parte de una organización justiciera con diversas ideas políticas (¿radicales?), donde recibió el título de “Caballero Águila”. En las primeras declaraciones oficiales dijo –según el reporte ministerial- que el crimen había sido un vehículo para dar a conocer sus ideas pacifistas y ofrecer información sobre movimientos armados, en sutil referencia al ejército zapatista. No fue declarado un loco, pero quedaba implícito que sólo un desequilibrado mental era capaz de realizar un homicidio de esa magnitud. 



III

La teoría del asesino solitario termina por consolidarse porque sus autores asumen la responsabilidad del crimen. Eso sucedió con Aburto, quien a pesar de cambiar su versión de los hechos unas 18 veces (pasó de decir que fue un acto deliberado a afirmar que todo fue un accidente. Lo del “Caballero Águila” y la información sobre las guerrillas era falso, en cambio, Aburto alegaba en sus últimas declaraciones que había sido un simple espectador del mitin, al que había acudido por pura curiosidad y había tenido la mala suerte de tener un arma; encima, al querer escapar del tumulto, tropezó con otras personas, ocasionando que el arma se activara sin querer cuando caía al piso, apuntando, en una mala pasada del destino, justo en la cabeza del candidato) asumió su culpa por imprudente. Los ‘mal pensados’ sostienen que el Aburto detenido el día del asesinato fue ejecutado y el  que está recluido en la cárcel es un sicario contratado, quien accedió a ser culpable a cambio de una vida tranquila en el encierro.   

En la novela, Munk también asume la responsabilidad de los atentados contra los miembros de la Academia en un afán, quizá, por proteger a los otros integrantes de su organización anarquista. Oswald, al contario, nunca admitió algo semejante y, en su primera declaración, dijo ser sólo un chivo expiatorio (I’m just a patsy, comentó al salir del cine donde lo habían arrestado). Nunca pudo saberse si en algún momento aceptaría su culpa, porque fue asesinado por Jack Ruby en el cuartel de policía donde estaba detenido, frente a las narices de policías y demás autoridades.

El sentido común, no el que dicta la hegemonía, sino la intuición que preside a la más elemental inteligencia, duda seriamente de la hipótesis del asesino solitario, porque, en principio, los crímenes fueron investigados y resueltos por las mismas autoridades involucradas y quizá beneficiadas con los sucesos. Pero, sobre todo, porque son el resultado de una disputa por el poder. Esta posición cree en la idea del complot o la conspiración entre miembros antagónicos de la clase dominante. En otras palabras, una lucha entre las élites políticas. 

Sobre el caso de Colosio, el historiador Enrique Krauze cuenta que habló con el escritor Octavio Paz -único Nobel de Literatura mexicano- sobre el asesinato y éste le comentó que lo ocurrido era “Shakespeare puro”. Lo anterior no es un ejemplo de cómo el autor del Laberinto de la soledad era capaz de interpretar la realidad a través de sus lecturas, sino que es un mensaje cifrado para decir que una lucha de poder estaba detrás de los hechos. En Hamlet, Ricardo III o Macbeth, las disputas por el trono son producto de complots, no de asesinos solitarios dementes. Y nadie describió mejor que Shakespeare la complejidad y la mentira que envuelven a una conspiración, consecuencia del arrebato y la turbación que ejerce el poder sobre los hombres.

La pregunta del por qué y a quién benefician los magnicidios no queda satisfecha con la versión del individuo que actúa solo, menos cuando se toma en cuenta el contexto en el que ocurrieron. Hay necesariamente otros involucrados, pero nunca se sabrá con precisión quiénes, porque los informantes clave son ‘borrados del mapa’ (Oswald fue asesinado antes de rendir su declaración y el jefe de la policía de Tijuana fue ejecutado 30 días después del suceso en Lomas Taurinas, por mencionar dos ejemplos).

Además -y esto es parte del sentido común- ninguna autoridad involucrada saldrá a declarar que él o ella participaron en el complot y contribuyeron a organizar la ejecución junto con tres, cuatro o veinte personas más, pero que todo fue en defensa de la seguridad nacional o algo por el estilo. 

Al respecto, la tercera y última parte tratará sobre las declaraciones que hicieron las autoridades mexicanas -como el entonces presidente Carlos Salinas- sobre el caso de Colosio, en una muestra del deslinde astuto o, para usar un dicho popular, dar ‘gato por liebre’. 



Paquidermo

"No escapa al pasado quien lo olvida," dice un personaje en el epílogo de Kriegsfibel, obra de Bertolt Brecht.

En la siguiente entrada se detallarán las fuentes utilizadas en la segunda y tercera partes de esta serie conjurada.