viernes, 24 de octubre de 2014

Cortázar y el paraíso perdido




“El verdadero sueño se situaba en una zona imprecisa, del lado del despertar pero sin que él estuviera verdaderamente despierto...” Así inicia el capítulo prescindible 123 de Rayuela, donde el protagonista Oliveira descubre que en esa zona vaga se encuentra el paraíso; pero se despierta, va a orinar al baño y regresa a dormir junto a la Maga, resignado.

Ahora que se celebró en septiembre el cententario del nacimiento de Julio Cortázar se me olvidó aprovechar la efeméride para escribir algo sobre el gran “perseguidor”. Antes de que se haga tarde, retomo el capítulo 123, uno de los mejores de la novela y que, en mi opinión, contiene una idea central de la narrativa cortazariana: la extrañeza del hombre ante la realidad y el resultado de sus tentativas por trascender. Una especie de sueño indefinible, que aclara y nubla y nos devuelve a la vigilia sin respuestas.  




Oliveira parece soñar, en medio de la noche, que está en su casa de la infancia, ubicada en el pueblo bonaerense de Burzaco, que es al mismo tiempo su pieza de la Rue du Sommerard en París, donde vive su sueño de amor con la Maga. Los dos lugares son uno solo, están fundidos, sin contradicción, transgrediendo las leyes de la física: se puede estar en dos lugares al mismo tiempo, otro tiempo, no el de la infancia y el de la edad adulta mezclados, sino uno distinto que comprende ambos. Está con su hermana, mira el jardín y elige con ella estar en la sala, la parte más tranquila de la casa, que coincide con la misma de su pieza en París, donde no se podía escuchar radio o tocar el piano después de las diez de la noche. Durante esta visión, una sensación plena lo invade, el extraño sueño le devuelve la posibilidad efímera de mirar otra vez como se miraba en la infancia:
 

Supo que la sala que daba al jardín en Burzaco era la realidad, lo supo como se saben unas pocas cosas indesmentibles, como se sabe que se es uno mismo, que nadie sino uno mismo está pensando eso, supo sin ningún asombro ni escándalo que su vida de hombre despierto era un fantaseo al lado de la solidez y la permanencia de la sala...

Pero al instante se despierta. La Maga pasó una pierna entre las suyas y la orina apremia. Son las cuatro de la mañana. Oliveira intenta recuperar, mientras mea, la sensación, el aura de ese momento. El esfuerzo es inútil, de antemano lo sabe. Regresa a la cama, desengañado: “todo era menos, era signo menos, menos rellano, menos puerta, menos luz, menos cama, menos Maga.”


El paraíso perdido no es la infancia, sino el recuerdo de esa infancia, alterado y magnificado por la nostalgia y la irreparable sensación de pérdida, como la imposibilidad de ver los colores como se cree veían a los diez años, “rojos tan rojos, azules de mamparas de vidrios coloreados, verde de hojas, verde de fragancia...”. Sobre estas evocaciones decía Borges que le entristecía pensar que tal vez no tengamos recuerdos verdaderos de nuestra juventud:

Cada vez que recuerdo algo no lo estoy recordando realmente, sino que estoy recordando la última vez que lo recordé, estoy recordando mi último recuerdo. Intento no pensar en cosas pasadas porque si lo hago, lo estaré haciendo sobre recuerdos, no sobre las primeras imágenes.

Se pregunta Cortázar en una de sus "Morellianas" de Rayuela (la autocrítica de su novela): “¿Qué es en el fondo esa historia de encontrar un reino milenario, un edén, otro mundo?” La respuesta llega sin buscarla, de golpe, cuando se está medio dormido: el recuerdo –vivido a través del sueño− de la infancia, la verdadera realidad, en la que Oliveira se siente en su lugar y reconciliado consigo mismo. Al final, queda una ajena resignación al confirmar la imposiblidad de acceder voluntariamente a ese edén, y la vigilia se impone:

Se volvió a dormir como quien busca su lugar y su casa después de un largo camino bajo el agua y el frío.  

Sin embargo, es una resignación sin tristeza, porque a su lado está su amor, la Maga. Entonces, la constatación de que el paraíso es inalcanzable se sobrelleva con amor. La poesía encarnada que es la Maga; el amor sin condiciones; acostarse cada noche abrazado a su mujer, con las piernas cruzadas y rehacer la búsqueda trascendente. 



Paquidermo

El capítulo representa una vivencia metafísica en un día ordinario, basada en la idea que Cortázar expuso en una parte de “La vuelta al día en ochenta mundos” (y que es el fundamento de su “patafísica”): 

Una historia y un poema tienen la misma génesis: nacen de un extrañamiento súbito, de un desplazamiento que altera el patrón “normal” de la conciencia. 

La extrañeza, en este caso, parte de los vestigios de un sueño que se intuye mostraron el paraíso, para desembocar en la realidad que la conciencia asume menos real. La alteración sucede en dos planos: la forma narrativa que sigue Cortázar y la vivencia que asalta a su protagonista Oliveira. Es en la segunda donde la perturbación se concretiza.

La breve historia es, asimismo, un ejemplo de lo que argumentó el escritor en su ensayo “La teoría del túnel”, en el cual enuncia que la literatura debe funcionar como túnel que transporta a otra parte, a una promesa de trascendencia que no es divina ni terrenal, sino una zona imprecisa dentro de esos términos extremos. Ni existencialista ni surrealista, ya que Cortázar buscaba una nueva categoría que no logra definir, pero se atisba en este episodio onírico real, durmiendo junto a la Maga, en la fría cotidianidad de su departamento en París.



 
 

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Cerati, el trovador alucinado




“Nacer para esto”

¿Qué hace a Gustavo Cerati un gran músico? La respuesta simple y directa sería “su talento”, pero tal vez no es suficiente. Contrario a muchos que se pierden en el ocaso después de uno o dos discos, el argentino permaneció vigente en el universo musical durante toda su carrera, como líder de Soda Stereo y, después, como solista. ¿Por qué?

Primero, porque en lugar de seguir alguna fórmula – que dejó bien establecida en canciones como ‘Cuando pase el temblor’, ‘Persiana americana’ o ‘De música ligera’− al modo que la mayoría hace para ser rentable comercialmente (pienso en Arjona, tan alabado por su capacidad de crear la misma canción durante casi cuatro décadas), Cerati logró reinventarse en cada disco, abriendo brecha por terrenos inexplorados en la música latina. Segundo, porque tuvo la complicidad de Zeta Bosio y Charly Alberti para llevar por buen cauce ese talento, sacudiendo sin reparos el río aletargado del rock latino.  El resultado fue que el trío de la Soda creó el sonido más original e influyente en el panorama de lo que se denomina “música alternativa.” De solista, también se rodeó de músicos que lograron expresar con fortuna sus ideas musicales, como Daniel Melero, Flavius Etcheto o Richard Coleman, entre otros. 

Y tercero, por la calidad de sus composiciones, que va de la mano con su negativa a conformarse una fórmula, atreviéndose a experimentar con nuevos sonidos y formas de componer. Basta hacer un repaso por la discografía de Soda para confirmar este hecho. De ser una especie de adaptación al español de The Cure + The Police en los primeros discos (Soda Stereo y Nada Personal), pasaron a forjarse una identidad en Signos y Doble Vida, hasta alcanzar el grado de clásico con Canción Animal. En este punto, parecía que el grupo ya había pavimentado su camino hacia una gloria confortable, pero decidió bifurcar por una senda azarosa, probando con sonidos electrónicos y guitarras distorsionadas en Dynamo (su mejor disco, en mi opinión). Después, vendría Sueño Stereo para consolidar la fusión rockera-electrónica. Y cuando parecía que aún habría más ramificaciones en su camino innovador, el grupo decidió separarse en 1997, pero poco antes dejó una joya como consuelo: Comfort y música para volar, el cual reelaboró canciones previas –‘En la ciudad de la furia’, ‘Un misil en mi placard’ o ‘Té para tres’− que ya nunca volvieron a ser escuchadas igual.



Por otra parte, su calidad también quedó establecida en solitario. Antes de la separación de Soda, Cerati ya había publicado su primer disco solista, Amor Amarillo (1994), que perfeccionaba el experimento iniciado en Dynamo. Para muchos seguidores fieles, éste ha sido su mejor disco ya que dejaba en claro que se había adelantado a su tiempo con su “rock electrónico”. En aquél trabajo había una armonía insospechada entre la música de las consolas (‘Pulsar’ o ‘Ahora es nunca’) y aquélla salida de instrumentos más tradicionales (‘Te llevo para que me lleves’ o ‘Av. Alcorta’).   

El uso de computadoras para crear música fue llevado al extremo en Bocanada y Siempre es hoy. El primero es considerado su mejor álbum por la crítica especializada –donde también incluyó una orquesta en la canción ‘Verbo carne’− y el segundo fue una secuela más rockera, con ‘Cosas Imposibles’ como emblema. En Ahí vamos regresó a un sonido más tradicional, usando las guitarras como fundamento apoteósico de un viaje que alcanza su clímax en ‘Lago en el cielo’; y, finalmente, en Fuerza Natural (2009), su último álbum, agregó un poco de folk-country a su sonido electro-rockero. 



Anexos a los discos oficiales quedaron tres experimentos: Colores Santos, +Bien y 11 episodios sinfónicos, que fueron tan imprescindibles en su trayectoria como los “capítulos prescindibles” contenidos en la Rayuela de Cortázar. 

Para resumir, cada disco de la carrera solista de Cerati fue un peldaño más en la escalera espiral hacia el viento que lo llevó a observar horizontes vedados para músicos y escuchas comunes, a la manera de aquél que pudo asomarse un instante fuera de la cueva platónica y vislumbrar un arquetipo.

Breve comparación “Tabú”

Mencioné de pasada a Ricardo Arjona líneas arriba, pero ahora lo uso como ejemplo para contrastar entre un músico regular y un fuera de serie. Para ser más claro, recurro a una comparación literaria para establecer la diferencia entre ambos músicos: Arjona es un equivalente al escritor Jorge Bucay en el campo de las letras, ya que los dos han explotado sus fórmulas de composición aplicando el mismo procedimiento en cada nuevo disco o libro, después de descubrir que eran atractivas para millones. Ser del agrado de la mayoría los ha transformado, sin asombro, en “éxitos de venta” o, para hablar en lengua común, bestsellers. Tener fama y vender mucho no tiene nada de malo –en el fondo, todos quieren una rebanada del pastel− pero utilizo la comparación para resaltar el hecho de que un artista exitoso no necesariamente es un gran artista.
 
En cambio, un gran artista sí puede ser famoso y ese fue el caso de Cerati, quien sería una especie de Julio Cortázar, porque ambos rompieron esquemas, jugaron con las tradiciones para reinventarlas e intentaron algo distinto en cada nueva obra (por cierto, Cerati murió el 4 de septiembre, poco después de la celebración por los 100 años del nacimiento del cronopio, quien “vio la luz” el 26 de agosto de 1914). Por otra parte, músico y escritor fueron sensibles al “pulso” del tiempo y navegaron por la cresta del cambio (the times they are a-changin’, sentenció para todas las épocas Bob Dylan), guiando a las nuevas generaciones por sonidos o formas de narrar distintas, más acordes con sus inquietudes y pasiones, indescifradas por la generación anterior. Por ello, tanto Cerati como Cortázar fueron seguidos con fervor por los jóvenes.  

“Marea de Venus”: la alucinación

A Gustavo Cerati se le califica con frecuencia como “poeta” por la calidad enigmática y evocadora de sus letras. Sin entrar en debate sobre su capacidad lírica, para mí sus letras guardan una cualidad alucinatoria que rima sin cortapisas con su música. No un bardo, pero sí un trovador que comunica los ecos de sueños envueltos en atmósferas claroscuras, de guitarras densas y ligeras (“mójate los labios y sueña”, sugiere en ‘La secuencia inicial’). 

Poco después del colapso lamentable de 2010 en un concierto en Venezuela, que lo dejó en coma durante cuatro años, un amigo me dijo que Cerati parecía haber anticipado su muerte en las letras sombrías de Fuerza Natural. Yo había escuchado el disco antes, de pasada, sin mayor atención. Pero luego noté que, en algunas, hay un dejo de abandono: Me perdí en el viaje/Nunca me sentí tan bien/Todo por delante/Todo está hablándome (‘Fuerza Natural’); Cerca del final/Sólo falta un paso más/Siento un deja vu (‘Déjà Vu’); En el goteo de la soledad/Es el sonido de alguien que pende de un hilo/¿Hasta dónde lo vamos a estirar? (‘Dominó’); Son los juegos de Neptuno/Quién sabe cuánto habrá que remar/Oh oh oh (‘Sal’); y He visto a Lucy/Cuando entró a la habitación/El espacio se curvó/Vimos luces, y el metrónomo de Dios/Puso el tiempo en suspensión (‘He visto a Lucy’). 

Por algún tiempo asumí que el argentino había entrevisto el final y lo plasmó en estas letras. Luego pensé que quizá sólo estaba buscando frases que confirmaran esta impresión, porque, por otra parte, en el mismo disco había otras canciones que reafirmaban su alegría de existir (‘Cactus’ o ‘Tracción a sangre’, por ejemplo). Y, de cualquier forma, los mensajes “oscuros” estaban incluidos en álbumes anteriores: Separarse de la especie/Por algo superior/No es soberbia es amor/...Poder decir adiós/Es crecer (‘Adiós’). 


Siempre es arriesgado querer interpretar las canciones para encontrar una intención oculta; puede ser la antesala al ridículo, porque generalmente se escriben siguiendo impulsos ambivalentes, sin reflexiones sesusadas acerca de su significado. Y Cerati, en mi opinión, escribía de esta forma. La suposición del final previsto quedó desmentida también por una entrevista que el músico concedió a Fernando Rivera Calderón el 3 de septiembre de 2009, para promocionar su último disco. En ella, el autor de ‘Nada Personal’ se muestra relajado, ajeno a grandezas y satisfecho con su vida. Considera a Fuerza Natural un disco evasivo, igual que toda su música, porque el objetivo final de ésta es transportar a otros confines, quizá más placenteros que la realidad ordinaria. 

Confiesa, además, que escribir las letras es lo que más trabajo le cuesta y lo hace después de crear la música: “Tengo que reconocer de que eso es un mayor trabajo para mí, porque no tengo la costumbre de escribir todo el tiempo y sí de hacer música todo el tiempo.” Por otro lado, afirma que es una persona desequilibrada y un tanto bipolar, como la mayoría de la gente (“Dios es bipolar”, escribió en ‘Fuerza natural’) e, incluso, bromea sobre la posibilidad de que Dios sea también sujeto a terapia: “el psicólogo de Dios me gustaría conocerlo... Imagínate la cantidad de conflictos.” Sin embargo, reconoce que la vida artística es desgastante y a los 50 años su prioridad ya no está en los escenarios, sino en su familia.  


Con respecto a la alucinación, Cerati asocia a ésta con la psicodelia, que considera un modo artístico próximo a lo infantil y absurdo, como la “patafísica”  o la ló(gi)ca de Cortázar, contradiciendo la noción común de que lo psicodélico es producto de las drogas ácidas. Cita como ejemplo a Syd Barrett de Pink Floyd con su frase de “te mando una carta por un lavaropa”. Dice Cerati: “Los niños en general tienen una psicodelia inherente, ellos alteran el espacio y el tiempo de una forma que a nosotros cuando vamos creciendo nos cuesta más.” Podría inferirse, entonces, que la intención del argentino al escribir es captar esa cualidad infantil a través de metáforas que se convierten en juegos o asociaciones insensatas, en una especie de Rayuela musical que trastoca el tiempo y espacio habituales.

Ya lo anunció Cerati en ‘He visto a Lucy’: “Yo alucino y lo haré mil veces más.” 

Paquidermo

Alguien me preguntó que cuáles eran mis canciones favoritas del músico argentino. Fue difícil escoger una, pero enumeré cinco:

1. Lago en el Cielo
2. Vivo
3. Tu locura
4. Luna roja
5. Vuelta por el universo

Link de la entrevista con Rivera Calderón: