domingo, 6 de abril de 2014

Piglia, la hegemonía y el asesino solitario – segunda parte: Colosio y Kennedy

I

Nada se afirma ni se niega, escribí en la anterior entrada respecto a lo que está detrás de crímenes sin solución, como fueron los asesinatos de J. F. Kennedy y Luis Donaldo Colosio. Todas las posibilidades parecen abiertas, en cuanto a las causas, los culpables y los propósitos que motivaron los magnicidios, envueltos en la especulación por décadas y siglos y milenios. Sin embargo, hay que precisar que sí hay una afirmación impuesta por las autoridades: la teoría del asesino solitario. Esta verdad oficial sirve para ejemplificar cómo se asienta la versión que favorece al gobierno en turno, en una muestra de la forma en que el poder hegemónico modela la realidad.

La discusión está precedida por la lectura de El camino de Ida, la reciente novela de Ricardo Piglia, donde el presunto asesino solitario, Thomas Munk, podría ser comparado en la realidad con Lee Harvey Oswald o Mario Aburto, personas inestables que decidieron matar a figuras poderosas para llamar la atención y  lanzar un mensaje de alerta a los dominados, es decir la mayoría de la población. Aunque esto no es del todo claro, porque también cabe la opción de que estos crímenes fueron parte de un plan o conspiración en la que sus desdichados culpables oficiales fungieron como simples instrumentos finales.  

Hace 20 años en México, el 23 de marzo de 1994 para ser precisos, fue asesinado el candidato presidencial del partido oficial, Luis Donaldo Colosio, cuando caminaba entre la multitud al final de un mitin en Lomas Taurinas, Tijuana. Un hombre le disparó en la cabeza sin mediar ninguna distancia; avanzó hasta el candidato, apoyó la pistola en la sien y jaló el gatillo. Hubo otro disparo en el abdomen. Colosio murió horas después en el hospital, pero nadie esperaba que sobreviviera, se sabía que las heridas habían sido letales, igual que cuando Kennedy se desangraba sin remedio en el auto descapotable.

El autor de los disparos, Mario Aburto, fue detenido por las autoridades momentos después de los tiros, quienes lo salvaron de un linchamiento por parte de las personas que estuvieron cerca del hecho. Al día siguiente, Aburto fue presentado a la prensa antes de ser recluido en la cárcel de alta seguridad de Almoloya. Un detalle sobresalía: la persona con uniforme de preso era distinta a la que habían captado las fotografías del día anterior. El Aburto preso era robusto, de cuello ancho y tenía el rostro intacto, mientras que el hombre captado en las fotos era delgado, de cuello estrecho y con la cara manchada de sangre, a causa de los golpes recibidos por quienes lo identificaron tras los disparos. Este relato ha sido contado una y otra vez en libros y notas de prensa, pero lo reescribo para mi archivo personal de fragmentos históricos.


Se especuló sobre conspiraciones en la cúpula política y se identificaron otros presuntos culpables, que habrían ayudado a Aburto en su avance hacia el candidato. Pero las versiones fueron desechadas por falta de pruebas y, al final, las investigaciones oficiales concluyeron que se trataba de un asesino solitario, en un crimen que, desafortunadamente, había coincidido con un clima de tensión, donde se definía la sucesión presidencial y se negociaba la paz con el movimiento zapatista que se había sublevado en Chiapas a principios de ese año.


II

En la teoría del asesino solitario se considera que el culpable es un demente que desea perturbar a la sociedad por razones egoístas: volverse famoso. Atribuir el acto a un desequilibrio mental es un procedimiento clásico en Estados Unidos -dice la novela en referencia a Munk- donde los motivos políticos radicales son vistos como desvíos de la personalidad. Y él mismo agrega que declararlo un loco es usar los métodos de la psiquiatría soviética, que considera a los disidentes unos lunáticos porque nadie, en su sano juicio, podría oponerse al régimen socialista, un paraíso y el fin de la historia. Los opositores están fuera de la razón, de ese ‘sentido común’ que define la maquinaria estatal. 

Por otro lado -agrega Renzi en la novela- la discusión sobre el asesinato se centra en el “cómo” en lugar del “por qué”, algo común cuando se trata de sucesos políticos. Nunca se pregunta, por ejemplo, por qué Oswald mató a Kennedy ni a quién (o quiénes) benefició el atentado, sino que se opta por intentar esclarecer cómo mataron al presidente, es decir qué arma se usó, desde dónde se disparó, qué trayectoria siguieron las balas, etc. En otras palabras, se busca una explicación técnica porque, en cuanto a las causas, ya se sabe que todo es producto de la demencia de un individuo.

La locura de los asesinos solitarios es reforzada por su pasado oscuro, evidenciado en documentos hallados por las autoridades, en los que, de manera predecible, ‘sale a la luz’ que estos individuos coquetearon con movimientos políticos radicales, mientras se dedicaban a oficios grises o, en el peor de los casos, trabajaban para el gobierno, como Oswald, quien había sido miembro de la Marina estadunidense. Al momento de su captura se dijo que él había cometido el crimen solo, influenciado por ideas comunistas que adoptó durante una estancia en Cuba. Fue, ni más ni menos, que un agente al servicio del bloque comunista, con una capacidad fuera de serie para disparar rifles de largo alcance; un demente que desafió la hegemonía norteamericana a favor de su enemigo mortal: la Unión Soviética.

Este modus operandi del poder oficial para esclarecer un magnicidio es explicado en una nota de prensa de 1982 de Gabriel García Márquez, titulada El pez es rojo, sobre un libro del mismo título que versa sobre los múltiples atentados fallidos contra Fidel Castro, patrocinados por la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés). El colombiano relata que, en uno de los casos, Castro iba a ser asesinado con una ametralladora escondida en una cámara de televisión, durante una conferencia de prensa, pero el intento fracasó porque a uno de los participantes le dio apendicitis y el otro no tuvo el coraje para disparar. El hombre de la CIA que dirigió el atentado declaró, según el libro de Hinckle y Turner:

Era algo similar al asesinato de Kennedy, porque la persona que iba a matar a Castro estaba provista de documentos que le harían aparecer como un agente desertor de los servicios cubanos de Moscú.

Algo similar sucedió con Aburto, quien, a diferencia de Oswald, no trabajó para el gobierno mexicano, sino que tenía un oficio casual en un taller mecánico. Después del asesinato, las autoridades confiscaron un diario entre sus pertenencias, en el que revelaba ser parte de una organización justiciera con diversas ideas políticas (¿radicales?), donde recibió el título de “Caballero Águila”. En las primeras declaraciones oficiales dijo –según el reporte ministerial- que el crimen había sido un vehículo para dar a conocer sus ideas pacifistas y ofrecer información sobre movimientos armados, en sutil referencia al ejército zapatista. No fue declarado un loco, pero quedaba implícito que sólo un desequilibrado mental era capaz de realizar un homicidio de esa magnitud. 



III

La teoría del asesino solitario termina por consolidarse porque sus autores asumen la responsabilidad del crimen. Eso sucedió con Aburto, quien a pesar de cambiar su versión de los hechos unas 18 veces (pasó de decir que fue un acto deliberado a afirmar que todo fue un accidente. Lo del “Caballero Águila” y la información sobre las guerrillas era falso, en cambio, Aburto alegaba en sus últimas declaraciones que había sido un simple espectador del mitin, al que había acudido por pura curiosidad y había tenido la mala suerte de tener un arma; encima, al querer escapar del tumulto, tropezó con otras personas, ocasionando que el arma se activara sin querer cuando caía al piso, apuntando, en una mala pasada del destino, justo en la cabeza del candidato) asumió su culpa por imprudente. Los ‘mal pensados’ sostienen que el Aburto detenido el día del asesinato fue ejecutado y el  que está recluido en la cárcel es un sicario contratado, quien accedió a ser culpable a cambio de una vida tranquila en el encierro.   

En la novela, Munk también asume la responsabilidad de los atentados contra los miembros de la Academia en un afán, quizá, por proteger a los otros integrantes de su organización anarquista. Oswald, al contario, nunca admitió algo semejante y, en su primera declaración, dijo ser sólo un chivo expiatorio (I’m just a patsy, comentó al salir del cine donde lo habían arrestado). Nunca pudo saberse si en algún momento aceptaría su culpa, porque fue asesinado por Jack Ruby en el cuartel de policía donde estaba detenido, frente a las narices de policías y demás autoridades.

El sentido común, no el que dicta la hegemonía, sino la intuición que preside a la más elemental inteligencia, duda seriamente de la hipótesis del asesino solitario, porque, en principio, los crímenes fueron investigados y resueltos por las mismas autoridades involucradas y quizá beneficiadas con los sucesos. Pero, sobre todo, porque son el resultado de una disputa por el poder. Esta posición cree en la idea del complot o la conspiración entre miembros antagónicos de la clase dominante. En otras palabras, una lucha entre las élites políticas. 

Sobre el caso de Colosio, el historiador Enrique Krauze cuenta que habló con el escritor Octavio Paz -único Nobel de Literatura mexicano- sobre el asesinato y éste le comentó que lo ocurrido era “Shakespeare puro”. Lo anterior no es un ejemplo de cómo el autor del Laberinto de la soledad era capaz de interpretar la realidad a través de sus lecturas, sino que es un mensaje cifrado para decir que una lucha de poder estaba detrás de los hechos. En Hamlet, Ricardo III o Macbeth, las disputas por el trono son producto de complots, no de asesinos solitarios dementes. Y nadie describió mejor que Shakespeare la complejidad y la mentira que envuelven a una conspiración, consecuencia del arrebato y la turbación que ejerce el poder sobre los hombres.

La pregunta del por qué y a quién benefician los magnicidios no queda satisfecha con la versión del individuo que actúa solo, menos cuando se toma en cuenta el contexto en el que ocurrieron. Hay necesariamente otros involucrados, pero nunca se sabrá con precisión quiénes, porque los informantes clave son ‘borrados del mapa’ (Oswald fue asesinado antes de rendir su declaración y el jefe de la policía de Tijuana fue ejecutado 30 días después del suceso en Lomas Taurinas, por mencionar dos ejemplos).

Además -y esto es parte del sentido común- ninguna autoridad involucrada saldrá a declarar que él o ella participaron en el complot y contribuyeron a organizar la ejecución junto con tres, cuatro o veinte personas más, pero que todo fue en defensa de la seguridad nacional o algo por el estilo. 

Al respecto, la tercera y última parte tratará sobre las declaraciones que hicieron las autoridades mexicanas -como el entonces presidente Carlos Salinas- sobre el caso de Colosio, en una muestra del deslinde astuto o, para usar un dicho popular, dar ‘gato por liebre’. 



Paquidermo

"No escapa al pasado quien lo olvida," dice un personaje en el epílogo de Kriegsfibel, obra de Bertolt Brecht.

En la siguiente entrada se detallarán las fuentes utilizadas en la segunda y tercera partes de esta serie conjurada.



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