Hoy es un día de luto universal. Por ello, en lugar de
publicar la última parte de la trilogía sobre la hegemonía y el asesino solitario, esta entrada está dedicada a
Gabriel García Márquez, uno de los escritores más queridos y citados, y el
mejor periodista que ha habido, según mi opinión ranchera.
Acepto que escribir sobre el recién fallecido Nobel
colombiano es una decisión un tanto oportunista, pero también está motivada por
un sentimiento extraño de tristeza. Es raro sentir pena, porque nunca conocí en
persona al escritor y empecé a leerlo cuando ya estaba consolidada su fama y
prestigio. Es decir, muchos años después de que publicara su obra cumbre, Cien años de soledad. Hay un vínculo extraño entre escritor y lector
que se consolida por la admiración de quien lee, como si el que cuenta las
historias fuera un amigo entrañable no visto durante años, pero que está cerca
porque revela aspectos extraordinarios de la vida que nuestra inteligencia
pierde en el trajín ordinario de la rutina. Esta cercanía la sintieron por
Márquez millones de lectores, constituyéndose en su cualidad más misteriosa y
envidiada, a tal grado que muchos le decían “el Gabo” con inusitada
familiaridad.
Lo primero que leí de Márquez -como tantos porque era
la obra más citada y preferida- fueron los cien años solitarios y me pareció la
novela más completa por tener un final que cerraba sin fisuras la monumental epopeya
de los Buendía. En mi lectura ingenua, pensé que la novela tenía la forma de un
círculo perfecto porque principio y fin coincidían en el mismo punto. Como
muchos, admiré sin reservas a la obra y al autor. Después, renegué de este
entusiasmo al considerar que el colombiano había usado hasta el hartazgo la
fórmula del “realismo mágico” y, además, era un best-seller. Otra cualidad (o defecto, según la perspectiva) del
escritor era haber logrado que lo leyeran quienes se jactaban de no ser
lectores.
En lo personal y en un arranque de esnobismo, opté por descalificar
el resto de su obra como una derivación marchita de la leyenda de Macondo,
influenciado por el movimiento McOndo, creado por el escritor chileno, Alberto
Fuguet, para criticar el exotismo desmesurado de las historias del colombiano, refutado
por la realidad urbana y sin “fantasías” de Latinoamérica, más parecida al
mundo consumista anglosajón.
Por otro lado, algunos sostienen que Cien años de soledad fue un hito en la
literatura y, por tanto, es injusto medir con esta cumbre el resto de las
creaciones de Márquez porque era imposible repetirla. Al respecto, recomiendo
la lectura de García Márquez: Historia de
un deicidio -largo ensayo sobre la obra del colombiano escrito por su amigo
Mario Vargas Llosa- para entender de qué manera se gestó el estilo mágico-realista
y cómo todas las novelas previas y posteriores confluyen en la saga de la
familia Buendía.
Recientemente he revalorizado la obra de García
Márquez a través de la lectura intermitente de sus Notas de prensa (1980-1984).
El libro es una selección de las columnas publicadas durante esos años en el
periódico colombiano El Espectador.
En ellas, el autor de El amor en los
tiempos del cólera escribió abiertamente sobre cualquier asunto de forma
menos adornada y, a mi parecer, más contundente porque expresa en dos o tres
cuartillas la esencia de su estilo y de algunas historias incluidas en sus
novelas. De ahí que piense que es mejor periodista que novelista porque, además,
sin la primera actividad jamás habría sido capaz de escribir sus ficciones.
Incluso,
algunas de sus historias, como Relato de
un náufrago o Noticia de un secuestro,
son más cercanas a la crónica periodística. Es un ejemplo escaso de una persona
que combinó con fortuna dos actividades creativas, de las cuales la base y la
cúspide son el periodismo. El novelista, en su caso, no logró superar al
periodista, actividad que el propio escritor consideraba el “mejor oficio del
mundo”. Por ello se sentía tan cercano a Hemingway, quien también se había
formado en el periodismo, aunque desconozco si el norteamericano fue mejor
novelista porque nunca supe qué sucedió con el “gato bajo la lluvia”.
Por ejemplo, con sentido del humor llano e incisivo,
Márquez comparte en estas Notas un “domingo
de delirio” que vivió en Cartagena de Indias con su editor español, en el cual
se juntaron tantos sucesos inconcebibles que el visitante le dijo que ‘no había
inventado nada en sus libros’ y, para ser francos, era un ‘simple notario sin
imaginación.’ Movido por su humildad de grillo, el colombiano no refuta esta
opinión en la nota y se dedica a narrar lo que pasó aquél día, demostrando, de
paso, el origen de su estilo “mágico”. De la confusión en el aeropuerto por los
letreros que indicaban la salida y entrada de pasajeros, Gabo y su editor
vieron después cómo el mercado popular más concurrido había sido sustituido por
el Centro de Convenciones, un edificio enorme y de costo estratosférico que las
autoridades justificaron bajo el argumento de que era necesario para ‘coronar
todos los años a la reina de la belleza.’
Antes de poder asimilar semejante astucia, el editor visitó
la casa de los padres del escritor y experimentó en carne propia el
comportamiento peculiar de una familia en la que el padre de 80 años planeaba
una excursión por la selva amazónica; la madre de 76 lavaba los platos por
segunda vez porque la lavadora eléctrica no lo había hecho bien; una nieta
contaba con naturalidad cómo se había visto a sí misma desde la cama cuando
regresaba del baño; y la tía Elvira de 84 años llegaba de improviso a la casa,
feliz, abriendo los brazos y declarando que venía a despedirse porque ya casi
se iba a morir… Como podría esperarse, el escritor tuvo que esforzarse (¿qué le
habría dicho?) para convencer al editor de que ésa era su vida cotidiana.
Su proceder como reportero (simple notario que
consigna la realidad) al escribir ficción lo confirma su impresión de que los
escritores de América Latina y el Caribe tienen que reconocer, ‘con la mano en
el corazón’, que la realidad es mejor escritor que todos. ‘Nuestro destino y
tal vez nuestra gloria, es tratar de imitarla con humildad, y lo mejor que nos
sea posible’. La realidad latina es tan copiosa en detalles insólitos que ya no
es necesario imaginarla (transformarla), como intentaría un novelista. La
gloria del colombiano reside, entonces, en haber sido el mejor al emular esta
realidad.
En cuanto a su muerte, las notas de prensa mexicanas y
colombianas informaron que el escritor padecía cáncer en fase de metástasis y,
por su avanzada edad, se descartó la quimioterapia. Encima, era víctima de
Alzheimer, diagnosticado desde 2006. Tenía 87 años recién cumplidos el pasado 6
de marzo y ya había superado previamente un cáncer linfático. Por coincidencia
extraña, días antes de su muerte leí en las Notas
una columna titulada La vejez juvenil de
Luis Buñuel, dedicada a la autobiografía que había publicado el cineasta en
1982, preocupado por su pérdida de la memoria, y que motiva una digresión sobre
la vejez.
Cita Márquez a Buñuel, sin saber que 24 años después
experimentaría algo similar: ‘hay que haber empezado a perder la memoria,
aunque sólo sea a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es lo que
constituye nuestra vida’. El colombiano apunta que empezará a escribir sus
memorias en cuanto antes para acordarse de todo. El resultado fue Vivir para contarla, publicada en 2002,
donde hace un recuento de su juventud e infancia. Muchas de las notas incluidas
en el libro que refiero incluyen recuerdos de esta época, como el asesinato
real que inventó Crónica de una muerte
anunciada; el viaje iniciático en buque, de Barranquilla a Bogotá, por el
Río Magdalena; o el encuentro a distancia en París con su querido Ernest
Hemingway.
Para quienes esperaban otro volumen con los recuerdos de la edad
adulta deberían adentrarse en esta selección de columnas, que incluyen un sinnúmero
de vivencias, como la noche de terror que vivió junto a su esposa en un
castillo medieval de la campiña toscana; los cables interceptados y descifrados
de la CIA cuando trabajaba en Prensa Latina, que permitieron anticipar el
desembarco en la cubana Bahía de Cochinos; la locura vivida durante el día más
caluroso en Ámsterdam, donde hasta las computadoras se negaban a funcionar con
normalidad; o su último encuentro con el panameño Omar Torrijos, un día antes
del accidente fatal del general.
Sobre la condición indeseada de hacerse viejo, Márquez
da un consejo simple: la vejez se contiene no pensando en ella y viviendo hacia
el porvenir. Miro la última fotografía publicada el 6 de marzo por su
cumpleaños: Gabo viste impecable de traje gris con una flor amarilla en la solapa. Sonríe
y aplaude a los reporteros que fueron a su casa a cantarle “Las mañanitas”. Es
un viejo joven.
Ajeno a sentimentalismos, la muerte del colombiano
significa la partida de un escritor universal (de ahí que sostuviera al inicio
lo del luto universal) y uno de los más queridos. Al lado de Guerra y Paz, Crimen y Castigo, Madame Bovary,
La comedia humana, Historia de dos ciudades y obras afines,
estará Cien años de soledad. Como
escribió el periodista Jon Lee Anderson, García Márquez será extrañado como un
padre.
Paquidermo
El mejor cuento de García Márquez fue aquél que relata
la historia del hombre que se extravió para siempre en sus sueños. Soñaba que
dormía en un cuarto igual al que dormía en la realidad y, en ese segundo sueño,
soñaba de nuevo que dormía en el mismo cuarto. El despertador sonaba en la mesa
de noche de la realidad y el dormido empezaba a despertar. Primero tenía que
despertar del tercer al segundo sueño y, lo hizo tan lentamente, que el
despertador dejó de sonar. Tuvo entonces la duda de estar en el cuarto real o
seguir en el segundo sueño. Cometí el error de dormirme otra vez para intentar
descubrir un indicio más certero de la realidad en mi segundo sueño. Fracasé y,
por consiguiente, me dormí en este sueño para buscar la realidad en el tercero,
después en el cuarto, el quinto y así sucesivamente. Con desesperación, empecé
a despertar hacia atrás, del quinto al cuarto, del cuarto al tercero, etcétera,
pero perdí la cuenta y pasé de largo por la realidad. Empecé a soñar, qué
remedio, detrás de la realidad, en otros cuartos, hasta perderme en la galería
sin fin de cuartos iguales. Dormido para siempre se paseaba de un extremo a
otro de los sueños incontables, sin encontrar una puerta de salida a la
realidad. En un cuarto de número intraducible, la muerte fue su alivio.
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Ligera
alteración del proyecto de cuento nunca escrito por García Márquez, que lo
emparentaba con Borges y, a su vez, con Kafka (El mar de mis cuentos perdidos, 25/08/1982).
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