En el hospital y en la
cárcel se conocen a los verdaderos amigos, enuncia un dicho popular, haciendo
referencia a aquéllas personas que acuden para dar aliento al preso o al
enfermo. Aparte de descubrir las amistades genuinas, algunas personas recluidas
se forman como escritores, debido a que las condiciones de encierro ofrecen una
experiencia límite y otorgan suficiente tiempo para reflexionar sobre el ser y
la circunstancia del individuo confinado. El ejemplo más conocido de las letras
es quizá el de Cervantes, quien
concibió la historia del Quijote mientras estaba preso en la cárcel de
Argamasilla de Alba en La Mancha, lugar de cuyo nombre no pudo olvidarse. Otro
caso sobresaliente fue el de Rustichello da Pisa, ignorado escritor que logró
su obra cumbre –y, de paso, sentó las bases del estudio científico de la
geografía− al transcribir los viajes que Marco Polo le relató cuando
compartieron la misma cárcel en Génova.
Un tanto ajeno a la
literatura, pero también importante para el desarrollo del pensamiento humano
fueron los Cuadernos de la cárcel,
escritos por Antonio Gramsci entre 1929 y 1935, mientras cumplía su condena en
una cárcel de Milán a causa de sus actividades políticas, contrarias al régimen
de Mussolini. Entre otras dilucidaciones
teóricas, Gramsci creó el concepto de ‘hegemonía’, que contribuyó a explicar el
funcionamiento oculto que sostiene al poder político, en referencia al sistema
capitalista, aunque puede extenderse a cualquier tipo de gobierno. Hay otros
casos más que incluyen a escritores como Wilde, O. Henry, E. E. Cummings o
Thoreau, pero ya no me demoraré en enumerarlos porque este escrito pretende
enfocarse en la experiencia de Álvaro Mutis (1923-2013).
El escritor colombiano
tuvo una especie de revelación literaria cuando fue recluido en México en la
cárcel de Lecumberri en 1959, acusado de fraude por la multinacional
estadunidense Standard Oil Company, donde fungía como agente de relaciones
públicas en Colombia. Cuentan las ‘buenas lenguas’ que Mutis usó el dinero
estafado para organizarles fiestas a sus amigos poetas, a lo que el escritor
respondía que eso no era del todo cierto, ya que la plata desviada era en
realidad para ayudarlos a escapar de la dictadura militar que encabezaba entonces
el general Rojas Pinilla. El escritor estuvo 15 meses preso y el resultado de
esa experiencia fue el Diario de
Lecumberri, publicado en 1960 por la Universidad Veracruzana. Ese encierro
hizo posible que Mutis empezara a escribir después la saga que le daría fama
mundial, como él mismo confiesa en el prefacio de la nueva edición del diario, contenido en la antología Relatos de mar y tierra de 2008:
Jamás hubiera conseguido escribir una sola línea sobre
las andanzas de Maqroll el Gaviero, que ya me había acompañado a trechos en mi
poesía, de no haber vivido esos quince meses en el llamado, con singular
acierto, “El Palacio Negro”.
En efecto, así se le
conocía a la cárcel del Palacio de Lecumberri, ubicada en el centro de la
ciudad de México, por el horror y la brutalidad que se sucedían en su interior.
Posteriormente y no sin cierta ironía maquinal, el lugar se convirtió en la
sede del Archivo General de la Nación, la memoria oficial descatalogada por sucesivos
gobiernos mexicanos. En ese entorno oscuro, Mutis consignó sus vivencias en un
breve diario sin fechas, instalado en una celda individual de la crujía ‘H’
(todas las celdas, en ese entonces, eran individuales). Contrario a lo que
pudiera esperarse, el colombiano no es el protagonista de su diario, sino que
asume la posición de observador y se ocupa en describir con agudeza y cuidado
las experiencias −tristes y crueles en su mayoría− de otros compañeros presos. Se dedica, en otras palabras y sin intenciones
aleccionadoras, a observar la condición humana, tan contradictoria e
inexplicable como el hecho de ponerse a relatar sobre ese asunto que es, finalmente,
el tema que consume a toda literatura. Más que un diario, el libro se convierte
en un cuento de la vida en Lecumberri, integrado por una desigual galería de
antihéroes socavados por el mal que gobierna su sino y, al parecer, su voluntad.
En este límpido relato,
Mutis evita perderse en reflexiones sesudas, juicios morales o introspecciones
dramáticas para consuelo de los libres. Es literatura hecha con material real
que cuando se lee parece ficticio. Como ejemplo, la historia de Rigoberto, el viejito
de ‘piel arrugada y oscura como la cáscara de una nuez’, encargado de la
limpieza en la crujía y de quien se rumoraba había matado a más de cien
personas. Afuera, era asesino a
sueldo cuando esa palabra no era tan común como en esta época de sicarios que
colman las bandas de droga. Ingresó 27 veces a la cárcel por delitos de
homicidio, de donde salía para continuar con su trabajo. Decía que las veces
que lo habían atrapado había sido por culpa de soplones (‘chivatones’) que, no
obstante, obtenían su merecido cuando Rigoberto volvía libre. Adentro, todos lo
respetaban y Mutis se hizo su amigo. Un día, Rigoberto le confesó una serie de
crímenes cuando estaba limpiando su celda, alucinado por efecto de la heroína que estimulaba recuerdos imprudentes: ‘al pinche chivatón de el Turco me lo eché en los
baños, le quemé la cara y el pescuezo con vapor, para que no se notaran las
marcas’; ‘a Pancho el panadero lo metí en el horno, y si no es por su hermana
que llega y lo llama, sólo las cenizas topan’... y así continuó durante horas
el anciano una retahíla que el colombiano jamás habría de olvidar. Al final y
con tono indiferente, le dijo a Mutis que no sentía ningún arrepentimiento y
que haría de nuevo lo mismo si volviera a ser joven.
En otro capítulo se
narra la historia de un joven de 22 años, astuto y mañoso, dispuesto a hacer
cualquier trabajo o conseguir cualquier lujo. ‘A ése téngale cuidado,
compañero. Se llama Palitos y siempre está tramando alguna chingadera’. Mutis
urdió amistad con él cuando éste le estafó 10 pesos con el cuento de que le iba
a conseguir unas cortinas. Desde entonces, Palitos acudía a menudo a la celda
del colombiano y así se enteró de su travesía por los recovecos del mal que
inició durmiendo debajo de una mesa de billar en un café de chinos, huérfano y
sin saber quién era su madre, y terminó en una riña entre presos por celos
pasionales. Anduvo por Tijuana una temporada −‘el paraíso de los
narcotraficantes y los tahúres’− y estuvo a punto de lograr el robo de su vida
en una joyería, si no es porque entrara el gerente justo cuando Palitos iba saliendo
como si nada, con un portafolio en el brazo. Al enterarse de su muerte, Mutis acude a observar al difunto y apunta: ‘la
dignidad de su pálido cadáver color marfil antiguo y la mueca sensual de su
boca, resumían con severa hermosura la milenaria condición humana’. Como
detalle de desafortunada picaresca, el cuerpo de Palitos tenía amarrada una
etiqueta en el tobillo con el siguiente “epitafio”: libertad por defunción.
A pesar del grado de
maldad, el escritor no podía evitar sentir simpatía por Rigoberto, Palitos y
personajes afines, como lo explicara en una entrevista con Elena Poniatowska,
publicada por La Jornada en
septiembre de 2013 cuando Mutis cumplió noventa años:
Cuando encuentras un hombre que ha cometido varios
homicidios brutales, conversas con él y te cuenta de sus hijos, tiene contigo
detalles de afecto, se te abren los ojos del alma y te das cuenta de que estás
con una persona que es como tú.
Los presos que integran
el diario no se lamentan y asumen la maldad de sus actos como algo inevitable,
una forma de estar en el mundo. No buscan perdón ni mencionan a Dios. Podría
hablarse aquí sobre el eterno debate de si el mal es algo innato o emerge como
consecuencia de las circunstancias que rodean a los criminales en su niñez y
juventud. Sin embargo, lo importante es señalar el efecto contradictorio que el
mal causa en el autor del diario y muy probablemente en el lector. Por un lado
se condenan los actos de los presos, pero al mismo tiempo, su forma de ser y
sus desfortunadas circunstancias conmueven, al grado de decir ‘son como yo’ y
sentir piedad o simpatía.
Agrega Mutis en la
entrevista citada:
Una cosa que yo aprendí a partir de Lecumberri es que
ningún hombre tiene el derecho de juzgar a nadie. Finalmente, todas las leyes,
todos los códigos, todos los decretos, todos los reglamentos acaban siendo de
una gran injusticia. Mira, te voy a contar una anécdota: estaba yo un día en
una tienda departamental, aquí en México, y de pronto se me acerca un policía y
me dice: ‘¡Quihubo, mi Mayor!’ Era un compañero mío de la crujía H, cuando yo
fui ‘Mayor’ de la crujía. Era una fiera, listo como no te imaginas. Su
especialidad era el robo en casas, (esos ladrones se llaman ‘zorreros’). Y le
dije: ‘¿Y tú qué haces aquí?’ Me dijo: ‘Pues aquí trabajando’, ‘¿Cómo
entraste?’ ‘Pues ahí con unos papeles, ya sabe usté”. Pensé yo: ‘Este hombre
fue juzgado por robo y ahora el es el que atrapa al que roba’”.
Donde no hay lugar para
sentimientos de compasión o empatía es con aquéllos que perpetran canalladas y
pretenden hacerse pasar por buenos y víctimas de un destino adverso. Es el caso
de Abel, un avaro recluido en la crujía del primer piso y que Mutis asocia con
un personaje de La Comedia Humana de
Balzac. Abel, ‘de alta y desgarbada figura, rubio, con un rostro amplio y
huesudo’, recorría las celdas para saludar a los presos y hablarles en tono
sacerdotal, como si les concediera el honor de estar bajo su compañía; sin
embargo, fue digno de la animadvesión de todos los demás presos cuando se
fueron enterando que el coronel con aires de predicador había amasado una
fortuna de alrededor de 50 millones de pesos al amparo del honrado oficio de
prestamista aficionado a cobrar altos intereses por el dinero concedido. Don
Abel era tan reacio a gastar que aún cuando ya le habían otorgado la libertad
se rehusaba a salir de la cárcel. Su historia, como podría adivinarse, tuvo el
final más terrible y vergonzoso.
Historias similares del
mal y sus vicisitudes en el “palacio negro” se narran en el diario, donde no
sobra mencionar la originalidad de los apodos, esenciales en la cultura
criminal mexicana, con ecos perdurables en el imperio actual del narcotráfico.
El Señas, el Ford, el Jarocho, el Tiñas, la Güera, el Turrón, etc., disipan y
renuevan una identidad vaga, que se pierde en el olvido de los incontables
crímenes que se producen en cada época. Le dan también un aire pícaro y
humorístico a personajes siniestros.
En una parte del diario
y en un arranque de desesperanza, Mutis se cuestiona sobre el valor de escribir acerca de su experiencia en la cárcel, consciente de que nadie de ‘afuera’
entenderá estas vivencias, ni siquiera los amigos que lo visitaron, como Elena
Poniatowska -de quien dice ser una de las personas más preparadas para
comprender esto- pudieron hacerlo. De cualquier forma, aventuro que escribe su diario como
una forma de enfrentar el mal y su desgracia, en un escape de la opresión y
el encierro que todo lo engullen; es un acto de afirmación de la libertad y contra el
olvido, para restituir lo poco que les queda de dignidad a los personajes
condenados (con excepción del avaro). Una tarea noble y absurda que les
resultara más difícil entender a los lectores, al tratarse de historias ajenas
que sucedieron en otro tiempo.
No obstante, su lectura no es una pérdida de
tiempo y quizá su valor reside en mostrar lo que existe adentro de la cárcel,
con la mayor fidelidad posible, a manera de un espejo que refleja la condición
humana y que, paradójicamente, no aclara sino nubla (acrecienta) las dudas
sobre este tema. Hacer notar también que la libertad está hecha de un azar
donde confluyen el miedo y la esperanza. Al respecto, Mutis recurre a un
enigmático verso de Mallarmé para darle sentido a su labor:
Un golpe de dados jamás abolirá el azar.
Paquidermo
La cárcel de Lecumberri
fue construida en 1900 por el dictador mexicano Porfirio Diaz y existió hasta
1976. Albergó a personajes famosos, como José Revueltas (quien escribió su
primera novela, El Apando, basándose
en su experiencia como preso político); William Burroughs; el pintor David
Alfaro Siqueiros; el escritor José Agustín e incluso el cantante popular Juan
Gabriel, entre otros. La historia de los presos famosos que más intriga causa, sin embargo,
es la de Francisco Guerrero, conocido como el “chalequero” y uno de los
primeros asesinos seriales (serial
killers) identificados en México, aunque ese término todavía no existía en
esa época.
Su apodo, cuenta Wikipedia, pudo deberse a que gustaba de vestir con
chaleco, como un catrín o porque solía violar “a chaleco” a la mujer que se
encontrara. Fue apodado también como el “Degollador del Río Consulado”, porque
en ese lugar destripó a una de sus víctimas, quienes solían ser prostitutas. Se
calcula que mató a alrededor de 20 mujeres, aunque al momento de su arresto,
ocurrido en 1908, sólo pudieron identificarse nueve víctimas, entre ellas, una
mujer apodada “La Chíchara” y otra “La Burra Panda”. Ese mismo año fue recluido
en Lecumberri y declarado un ciminal nato.
Murió en el encierro en 1910, a los
70 años y poco antes de que iniciara la Revolución Mexicana. Tres años después,
el promotor de la Revolución y después presidente, Franciso I. Madero, recibía el tiro de gracia cuando iba camino al “palacio negro” donde iba a ser confinado, contra la pared y en una banqueta elegida al azar. Como dato
curioso, Guerrero tardó varios años en ser atrapado y cuando detuvieron a Jack “El
Destripador” en 1888, la prensa mexicana escribió “hay un Chalequero inglés”.
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