domingo, 1 de febrero de 2015

El Aleph de Schopenhauer



Todo está escrito. Ninguna idea es nueva, ya ha sido pensada antes por alguien. No hay tal cosa como pensamiento original o nuevos conocimientos, sino formas distintas de presentarlos. Esto es a lo único que se puede aspirar, dirán algunos deterministas del pensamiento humano y algo de razón tienen, pero se puede aprender a “jugar el juego” como celebraron los Beatles en All you need is love. Por eso, seguramente la idea que voy a presentar ya ha sido escrita y sometida a un análisis de múltiples perspectivas, pero no la he leído aún en ninguna parte y, por eso, decido anotarla. 

El clásico cuento del Aleph de Jorge Luis Borges, creador de un canon e imitadores por doquier, tiene su origen, en mi opinión, en las ideas del filósofo alemán Arthur Schopenhauer. El genio del escritor argentino convirtió una idea filosófica en un cuento fantástico que sería el destino inevitable de la filosofía si los filósofos tuvieran más ingenio. Pero esta disciplina se resiste y mantiene su rigor formalista de aspecto real. La física, en cambio, es la rama del conocimiento humano que más se asemeja a una historia fantástica. No de héroes, efectos especiales y seres sobrenaturales, sino al elemento fantástico que contiene cada hecho mundando si se inquiere por sus razones, comportamiento o propósito, ya sea una piedra y sus propiedades o la composición del universo. La física y su lenguaje, bien mirados, son el gran cuento fantástico de la existencia o, de otra forma, la vida y sus diversas formas son tan inconcebibles que su explicación produce asombro y ensueño.  



Antes de entrar en materia, no puedo dejar de referirme al inicio de ese gran cuento que alude a la indiferencia del tiempo por los asuntos humanos y la inexorable melancolía que esto produce en quien lo ve pasar. Borges apunta que el día de la muerte de Beatriz Viterbo notó, con dolor, que habían reemplazado un anuncio de cigarrillos rubios en la Plaza Constitución, primer indicio de que el tiempo seguía su curso imperturbable en un universo que se apartaba sin remedio de la mujer amada. 

Lo del aviso de los cigarros me trae a la memoria el día que vi con mi padre la película Ni sange, Ni arena de Cantinflas, donde el actor se hace pasar involuntariamente por Manolete al ser confundido por el público a la salida de la plaza de toros. El cómico, vendedor ambulante en la película, no tiene más remedio que asumir su papel de impostor y disfrutar por unos días la gloria del torero. En una escena memorable que dará pie después a la confusión, el Chato (Cantinflas) intenta junto con su amigo el Charifas (Fernando Soto “Mantequilla”, otro gran cómico) entrar sin pagar a la plaza. Después de dos intentos fallidos y lograr escapar de un policía, ambos se acercan muy dignos a la taquilla para avisar a los vigilantes que “allá hay unos que se están colando”. Acto seguido, los dos corren simulando orientar a los guardias y, dejando que éstos se adelanten, regresan a la entrada e ingresan sin problema, libres de la mirada celadora. 

Antes de colarse, Cantinflas vende puros afuera de la plaza y detrás suyo aparece un cartel publicitario de Cerveza Monterrey, tipo lager. Con sorpresa, mi padre dijo que esa cerveza era de las más populares cuando era niño, pero se había dejado de fabricar hace años. 

- ¿Cuál cerveza?, dije. No vi el letrero. 

- Una que ya no existe, respondió. Lo miré y noté un dejo de tristeza en su rostro. Ahora interpreto que la súbita conciencia del paso del tiempo había dejado en él esa “melancólica vanidad” de quien atestigua los cambios que anuncian la vejez e, inútilmente, se contrarrestan pensando: “cambiará el universo pero yo no”. 


Volviendo al Aleph, después de registrar el cambio en el anuncio de cigarrillos, Borges visitará periódicamente la casa donde vivía Beatriz, resignado a consagrar su memoria. Para su desventura, tendrá que aguantar las conversaciones de Carlos Argentino Daneri, primo hermano de Beatriz, un charlatán con aires de grandeza en el que se apoyará para ironizar sobre el arte de escribir (ya dijo alguna vez Roberto Bolaño que Borges es, ante todo, un gran humorista). Por ejemplo, cuando Daneri le comparte su idea del hombre moderno, el escritor apunta: “tan ineptas me parecieron estas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura.” En otra visita, Borges le ruega a Carlos Argentino que lea en voz alta unos versos del poema épico en el que está trabajando. Al terminar de escucharlos, le parecen tan lamentables que descubre que el trabajo del poeta no está en la poesía, sino en las razones que se inventa para hacerla admirable. “Naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otros.” 

Será Daneri, sin embargo, quien, desesperado ante la amenaza de ver demolida su casa, muestre a Borges el extraño objeto que da título al cuento, ubicado en el sótano del comedor. Ese “lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos.” Relaciono la idea de aquél objeto extraordinario −una simple esfera “tornasolada, de casi intolerable fulgor” (de dos o tres centímetros de diámetro)− con unas reflexiones de Schopenhauer escritas en el libro The Essays of Arthur Schopenhauer. El vínculo no es sorprendente, ya que el filósofo era, junto con el anglo-irlandés George Berkeley, la principal influencia de Borges en materia de filosofía, lo cual, inclusive, detalla el escritor en una entrevista de 1977 con los editores del journal Philosophy and Literature.



Apunta Schopenhauer en la sección “Genius and Virtue” de sus ensayos (traducidos al español por mi asistente impersonal):


El mundo es en sí mismo un milagro. Me refiero al mundo de los cuerpos materiales. Observé, por ello, dos. Ambos eran pesados, simétricos y hermosos. El primero era un jarrón de jaspe con bordes y manijas de oro. El otro era un organismo, un animal, un hombre. Después de admirar por largo rato su aspecto exterior, le pedí a mi asistente que me dejara examinar el interior de ambos. En el jarrón, no encontre más que la fuerza de gravedad y cierto oscuro deseo, en forma de afinidad química. Pero cuando miré dentro del otro, ¡cómo poder expresar el asombro que me causó lo que vi! Más increíble que todas las fábulas y cuentos de hadas concebidos. 

En la parte superior del segundo objeto, lo que se denomina cabeza, y exteriormente luce como todo lo demás −un cuerpo en el espacio, pesado, etcétera− hallé no menos que el mundo entero, junto con todo el espacio y la totalidad del tiempo en el que se mueve y, finalmente, todo lo que llena ese tiempo y espacio con sus formas diversas e infinitas. La visión más extraña de esta maravilla, sin embargo, fue verme a mí mismo caminando dentro de él. No era una imagen ni una película, sino la realidad misma.  

Contrario a la parquedad de Schopenhauer, Borges –mediante su genio literario− describe con palabras un poco más esclarecedoras la incomparable y aterradora magia de su descubrimiento:

... Vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo. 

La idea de la mente como reflejo del mundo y viceversa (los espejos son un tema central en la narrativa borgeana) sostiene la concepción del universo que tenía el filósofo alemán:
 
Mi pensamiento no es más que el espíritu del mundo intentando expresar su pensamiento, es la naturaleza procurando conocer y comprenderse a sí misma. Yo transformo lo que existe, a través de mi pensamiento, en algo que puede conocerse y pensarse. De otro modo, no existiría ni perduraría. 

Por ejemplo, obsérvese un enorme edificio. Ese cuerpo pesado y macizo que ocupa tanto espacio existe, sostengo, solamente en la pulpa suave del cerebro. Sólo ahí, en el cerebro humano, puede tener existencia. 

Ese cerebro que contiene el mundo y a uno mismo dentro de él es la misma noción detrás del Aleph: el universo, un objeto que nos abarca y que existe en nuestra mente y en la de los demás. Borges, como Schopenhauer con el cerebro humano, puede verlo y describirlo como podría hacerlo cualquier otro mortal ya que, afirma el filósofo: “este mundo es una idea que todas ellas (las mentes) tienen en común, y expresan su comunidad de pensamiento a través de la palabra 'objetividad'". Los objetos externos, como el aleph, se encuentran, paradójicamente, dentro del sujeto que los mira y estudia. Es el intelecto humano, según Schopenhauer, quien permite comprender la realidad al separar lo que existe en sujeto y objeto. De otra forma, sólo se percibiría una unidad caótica e ininteligible. Lo cual confirman quienes han sobrevivido a un infarto cerebral. Sin la mente, el mundo desaparece. 

Parafraseo, al respecto, un popular misterio: si la rama de un árbol cae y nadie la ve, ¿existe? En opinión de Schopenhauer no. Sólo a través de la mente que la percibe cobra existencia. Aunque según Berkeley (citado por Borges en la entrevista antes mencionada), la rama sí existe porque Dios es el que está pensando en ella. El universo es posible, entonces, porque Dios lo piensa, no porque el hombre lo perciba mentalmente. 

Ante estos líos conceptuales y antes de perderme en ellos, me apoyo mejor en lo que Borges escribió después de admirar la esfera, el aleph: “sentí infinita veneración, infinita lástima.” 






Paquidermo


Sobre la entrevista de Borges con los editores de Philosophy and Literature rescato dos ideas:

- Borges no intenta construir un sistema filosófico con su literatura, él solamente es un “hombre de letras”. Usa la filosofía como Dante y Milton utilizaron la teología para su poesía.

- Los argumentos no convencen a nadie, dice el poeta argentino ante la pregunta de si una historia es más persuasiva que una reflexión para presentar un argumento filosófico. Incluso si se piensa en pruebas de la existencia de Dios, las parábolas y las ficciones son mucho más convincentes que un silogismo. Jesucristo, por ejemplo, nunca usó argumentos, sino estilo y ciertas metáforas. Por ejemplo, en lugar de decir “no vengo a traer paz sino guerra”, dijo: “yo no vengo a traer la paz sino la espada.”



Link de la entrevista: http://denisdutton.com/jorge_luis_borges_interview.htm  
 

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