“El verdadero sueño se
situaba en una zona imprecisa, del lado del despertar pero sin que él estuviera
verdaderamente despierto...” Así inicia
el capítulo prescindible 123 de Rayuela, donde
el protagonista Oliveira descubre que en esa zona vaga se encuentra el paraíso;
pero se despierta, va a orinar al baño y regresa a dormir junto a la Maga,
resignado.
Ahora que se celebró en
septiembre el cententario del nacimiento de Julio Cortázar se me olvidó
aprovechar la efeméride para escribir algo sobre el gran “perseguidor”. Antes
de que se haga tarde, retomo el capítulo 123, uno de los mejores de la novela y
que, en mi opinión, contiene una idea central de la narrativa cortazariana: la
extrañeza del hombre ante la realidad y el resultado de sus tentativas por
trascender. Una especie de sueño indefinible, que aclara y nubla y nos devuelve
a la vigilia sin respuestas.
Oliveira parece soñar,
en medio de la noche, que está en su casa de la infancia, ubicada en el pueblo
bonaerense de Burzaco, que es al mismo tiempo su pieza de la Rue du Sommerard
en París, donde vive su sueño de amor con la Maga. Los dos lugares son uno
solo, están fundidos, sin contradicción, transgrediendo las leyes de la física:
se puede estar en dos lugares al mismo tiempo, otro tiempo, no el de la
infancia y el de la edad adulta mezclados, sino uno distinto que comprende
ambos. Está con su hermana, mira el jardín y elige con ella estar en la sala,
la parte más tranquila de la casa, que coincide con la misma de su pieza en
París, donde no se podía escuchar radio o tocar el piano después de las diez de
la noche. Durante esta visión, una sensación plena lo invade, el extraño sueño
le devuelve la posibilidad efímera de mirar otra vez como se miraba en la
infancia:
Supo que la sala que daba al jardín en Burzaco era la
realidad, lo supo como se saben unas pocas cosas indesmentibles, como se sabe
que se es uno mismo, que nadie sino uno mismo está pensando eso, supo sin
ningún asombro ni escándalo que su vida
de hombre despierto era un fantaseo al lado de la solidez y la permanencia
de la sala...
Pero al instante se
despierta. La Maga pasó una pierna entre las suyas y la orina apremia. Son las
cuatro de la mañana. Oliveira intenta recuperar, mientras mea, la sensación, el
aura de ese momento. El esfuerzo es inútil, de antemano lo sabe. Regresa a la
cama, desengañado: “todo era menos, era signo menos, menos rellano, menos
puerta, menos luz, menos cama, menos Maga.”
El paraíso perdido no es
la infancia, sino el recuerdo de esa infancia, alterado y magnificado por la
nostalgia y la irreparable sensación de pérdida, como la imposibilidad de ver
los colores como se cree veían a los diez años, “rojos tan rojos, azules de
mamparas de vidrios coloreados, verde de hojas, verde de fragancia...”. Sobre
estas evocaciones decía Borges que le entristecía pensar que tal vez no
tengamos recuerdos verdaderos de
nuestra juventud:
Cada vez que recuerdo algo no lo estoy recordando
realmente, sino que estoy recordando la última vez que lo recordé, estoy recordando
mi último recuerdo. Intento no pensar en cosas pasadas porque si lo hago, lo
estaré haciendo sobre recuerdos, no sobre las primeras imágenes.
Se pregunta Cortázar en
una de sus "Morellianas" de Rayuela
(la autocrítica de su novela): “¿Qué es en el fondo esa historia de encontrar
un reino milenario, un edén, otro mundo?” La respuesta llega sin buscarla, de
golpe, cuando se está medio dormido: el recuerdo –vivido a través del sueño− de
la infancia, la verdadera realidad, en la que Oliveira se siente en su lugar y reconciliado consigo mismo. Al final,
queda una ajena resignación al confirmar la imposiblidad de acceder
voluntariamente a ese edén, y la vigilia se impone:
Se volvió a dormir como quien busca su lugar y su casa
después de un largo camino bajo el agua y el frío.
Sin embargo, es una resignación
sin tristeza, porque a su lado está su amor, la Maga. Entonces, la constatación
de que el paraíso es inalcanzable se sobrelleva con amor. La poesía encarnada
que es la Maga; el amor sin condiciones; acostarse cada noche abrazado a su
mujer, con las piernas cruzadas y rehacer la búsqueda trascendente.
Paquidermo
El capítulo representa
una vivencia metafísica en un día ordinario, basada en la idea que Cortázar
expuso en una parte de “La vuelta al día en ochenta mundos” (y que es el
fundamento de su “patafísica”):
Una historia y un poema tienen la misma génesis: nacen
de un extrañamiento súbito, de un desplazamiento que altera el patrón “normal”
de la conciencia.
La extrañeza, en este
caso, parte de los vestigios de un sueño que se intuye mostraron el paraíso,
para desembocar en la realidad que la conciencia asume menos real. La
alteración sucede en dos planos: la forma narrativa que sigue Cortázar y la
vivencia que asalta a su protagonista Oliveira. Es en la segunda donde la
perturbación se concretiza.
La breve historia es,
asimismo, un ejemplo de lo que argumentó el escritor en su ensayo “La teoría
del túnel”, en el cual enuncia que la literatura debe funcionar como túnel que transporta
a otra parte, a una promesa de trascendencia que no es divina ni terrenal, sino
una zona imprecisa dentro de esos términos extremos. Ni existencialista ni
surrealista, ya que Cortázar buscaba una nueva categoría que no logra definir,
pero se atisba en este episodio onírico real, durmiendo junto a la Maga, en la
fría cotidianidad de su departamento en París.
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