martes, 23 de enero de 2018

Sábato y la locura racional

I

Comúnmente se piensa que enloquecer es perder la razón. Asociamos la locura o demencia con un mal funcionamiento de las facultades mentales, en las que el raciocinio ha desaparecido, como barco sin ancla que sostenga la mente en tierra firme.

De aquél que realiza actos ilógicos o fuera de los marcos comunes de interacción, diciendo que, por ejemplo, puede hablar con los pájaros o va a celebrar su no cumpleaños todos los días… De esas personas decimos “se le aflojaron los cables” o “ya perdió un tornillo”, en alusión a una avería o desperfecto en la máquina cerebral. Es curioso, describir el cerebro como una máquina parece ser una metáfora guiada por la razón.

En este caso, ocurre un bucle: el aparato-cerebro se dedica a generar pensamientos racionales que figuran al cerebro como un motor propenso a descomponerse y derivar en demencia. Sin embargo, puede ocurrir lo opuesto: que lo extremadamente racional genere demencia. En este caso, el motor cerebral está tan bien aceitado, con las piezas cromadas (tornillos y cables y demás elementos), que su funcionamiento óptimo, paradójicamente, causa locura: pensamientos ilógicos o visiones insensatas. El ancla del barco es tan firme y pesada que hunde partes del navío.


En otras palabras, la razón puede ser fuente de locura. Los locos abundan en sociedades altamente tecnificadas y fanáticas de la razón. Estas sociedades, aclaro, existen en el umbral entre la realidad y la ciencia ficción. Aunque tal vez, en uno o dos siglos, guiados por la ciencia y el hombre económico-racional, vivamos en este tipo de sociedades. 

La locura que produce la razón fue un tema que, en mi opinión, obsesionó al novelista argentino Ernesto Sábato. Enloquecer por ser tan racional es uno de los temas centrales de su novela Sobre Héroes y Tumbas, que Sábato explora en el capítulo más intrigante: el “Informe sobre Ciegos”. El crimen que da inicio a la historia –el asesinato de Fernando por su hija Alejandra− se explica sesgadamente por el “Informe sobre Ciegos,” escrito por Fernando acerca de su investigación sobre los invidentes, quienes conforman una secta que, imperceptiblemente, gobierna el mundo.



Brevemente, según la hipótesis racional de Fernando, el mundo es controlado por la secta de los ciegos, ellos son los custodios de la verdadera realidad que subyace al mundo aparente en el que la mayoría nos desenvolvemos. En esta conjetura sobresale una paradoja común: los ciegos son los que mejor ven. La realidad oculta se sitúa en las profundidades de la tierra, en los pozos, sótanos, cavernas y alcantarillas que pocos osan pisar. Guiado por esta interpretación gnóstica, el detective Fernando explica en su informe que los ciegos son sólo los guardianes de esa realidad vedada, dedicados a mantener la simulación y evitar que el resto de los mortales traspase los límites y logre adentrarse en lo subterráneo, donde habitan seres monstruosos e inescrutables para la razón humana. Apunta Fernando:

…Podría acaso jactarme de haber confirmado con esas investigaciones la hipótesis que desde muchacho imaginé sobre el mundo de los ciegos, ya que fueron las pesadillas y alucinaciones de mi infancia las que me trajeron la primera revelación.

Convencido de este razonamiento sugerido por los sueños de la niñez, Fernando comienza a investigar obsesivamente los movimientos de los ciegos que se encuentra: un vendedor ambulante y un antiguo colega de trabajo. Los espía pacientemente, hasta encontrar signos que él cree confirman sus sospechas. Por absurdo que parezca, cualquier movimiento de un ciego lo interpreta bajo dos lentes: o son una pista para descubrir su secreto o son una advertencia del peligro que acecha a quien los persigue. Por ende, mientras más cerca está el detective de hallar la verdad (su verdad), más cerca está también de ser capturado por la secta. 

Este espionaje obsesivo, entonces, se hace paranoico. Fernando siempre cree que los ciegos están un paso delante de él, secretamente manipulando sus movimientos para capturarlo. Al respecto, la noticia que da inicio a la novela califica el informe como el manuscrito de un paranoico. La tragedia de Fernando reside en que al momento de descubrir la verdad será atrapado y, en consecuencia, jamás podrá compartir su hallazgo. Por eso escribe el informe a modo de diario, con la vana esperanza, tal vez, de que quien lo lea sepa de sus andanzas y comunique su descubrimiento.

Desde fuera, para el lector, esta tragedia es cómica: un individuo entrado en años que cree en una conspiración de los ciegos y está aferrado por revelar él solo su engranaje. Su investigación parece la de un ocioso solitario, cegado por su clarividencia y con nada mejor que hacer que idear una conspiración y entrometerse en la vida de algún humilde invidente. En una escena, incluso, Fernando da tropezones intentando encontrar una puerta secreta y se apoya en un bastón, burlándose con resignación del hecho de personificar él mismo un ciego. Ejemplo del buscador que termina pareciéndose al objeto (o sujeto) que busca.

El signo de locura está en el hecho de que Fernando nunca duda de su razonamiento y, peor aún, lo lleva a extremos ridículos sin darse cuenta de sus consecuencias. Su lógica racional está conformada por dos frases que Sábato encierra con un cuadro en el capítulo:

Observar Esperar

¡No hay casualidades!

Para Fernando, el destino está escrito y sólo se requiere ser lo suficientemente perspicaz para leerlo y saber interpretarlo. Como los científicos, los misterios del universo pueden ser descifrados por la razón. Lo importante es el método que se sigue, y Fernando confía en que esperando y observando confirmará su hipótesis de la conspiración invidente. Al final, Fernando encuentra el desenlace que él preveía en su informe guiado por su paranoia, aunque su asesinato obedecerá otros motivos.  

En la contraportada de Sobre Héroes y Tumbas, el escritor polaco Wombrowicz califica al informe como una “metáfora prodigiosa”. En mi opinión, esta metáfora funciona como crítica al hombre racional asumido por la economía neoliberal. Según esta ideología, el hombre es por naturaleza un ser racional y la búsqueda de su bienestar derivará progresivamente en el bienestar de todos. El mercado no es más que una expresión de esta racionalidad y, por ello, es el mejor instrumento para distribuir los bienes en la sociedad.



Sin embargo, la naturaleza humana no puede reducirse solamente a su cualidad racional, el hombre es un amasijo de contradicciones y la razón se entremezcla con pasiones y emociones fuera del dominio racional. El resultado de la economía neoliberal, hasta ahora, ha sido profundizar la desigualdad entre ricos y pobres, convirtiéndose más bien en una ideología para justificar la inequidad, bajo la neutralidad del argumento racionalista.

El informe sirve también como metáfora para describir el mecanismo que nos lleva a crear teorías de la conspiración para ordenar el caos que parece gobernar el mundo y sacar algo en claro de tanta confusión. Las conspiraciones tienen como objetivo principal dar certidumbre, sostenidas por una creencia racional infalible. Por infalible me refiero a que no es posible poner en duda. 

Si uno, por ejemplo, cuestiona la idea de que el mundo es gobernado por los judíos o propone que el cambio climático es real, en lugar de dar pie al diálogo y debate de ideas, los adherentes a la teoría conspirativa asumen que quien cuestiona muy probablemente forma parte de la confabulación o, en el mejor de los casos, está mal informado, no es capaz de leer entre líneas. En otras palabras, es ciego a la realidad de la conspiración.

En su libro El cerebro idiota, el neurocientífico Dean Burnett explica que la invención de conspiraciones forma parte del funcionamiento habitual del cerebro, que se cobija en este tipo de explicaciones reduccionistas ante la complejidad y sinsentido de lo que acontece: esa aglomeración de eventos que se acumulan interminablemente durante la vida, carentes de un fin o rumbo y que parecen obedecer solamente al azar. Burnett se refiere con humor a las imperfecciones del cerebro, susceptible, por ejemplo, de aceptar incuestionablemente la realidad que enuncia una conspiración. Y agrega que esto no es un defecto, sino parte del raciocinio que asociamos con la salud de la máquina cerebral.

Finalmente, dentro de esta metáfora del “Informe sobre ciegos” para ilustrar el razonamiento detrás de un complot, puede incluirse también la adhesión a sectas religiosas, las cuales explotan esta necesidad del cerebro humano por hallar certidumbre y un sentido a la existencia. Los argumentos de estas sectas se fundan en la razón divina, la cual provee además un sentido de transcendencia. 

Pero antes de abundar en esta idea y agotar el interés del lector, dejo para la segunda parte de esta entrada el planteamiento de la razón divina o sobrehumana que se vincula, por otro lado, con la crítica que hace Sábato a la obra de Borges.

viernes, 23 de diciembre de 2016

Bob Dylan ganó el Nobel

Platicaba con un amigo sobre el hecho inaudito de que Bob Dylan obtuviera el premio Nobel de Literatura, y cómo la mayoría en el mundillo de las letras había reaccionado con repudio e indignación, incapaces de esconder su envidia, tomándoselo como una afrenta personal. “Ya ves que tienen la piel muy sensible…” Pero mi amigo me interrumpió y, sin mayor preámbulo, cambió el tema y comenzó a relatarme sobre una borrachera épica (así la llamó) que tuvo al cumplir 24 años, la última vez, según él, que perdió el conocimiento:

Eso que le dicen el blackout, apagón, censura, pérdida de conocimiento temporal, cuando la mente queda como suspendida, como máquina atrofiada, y se te borra el cassette de lo que pasó durante gran parte de la noche.

Fui a uno de esos bares tan comunes acá, con máquinas y juegos de apuesta, tal vez fue un pequeño casino de esos ilegales, medio clandestinos, no recuerdo bien.

A mí me da lo mismo apostar, pero mi amigo, con el que fui a celebrar mi cumpleaños ese día, es medio adicto y se puso a jugar con fervor, apostando de a cien. Pero ni qué decir, porque ganó y, además, me prestó su suerte.

Al final, entre los dos, ganamos 2 mil de los billetotes verdes, ¡2 mil dolarucos! Así como lo oyes y, pues, ya en la euforia nos fuimos a otro bar y después a un antro, un night club, como le dicen.

No creía mi suerte y comentaba sobre esto con mi amigo cuando un tipo se acercó a nuestra mesa, lo miramos sin detalle, pero entabló conversación fácil porque igual ya andaba borracho, y nos pusimos a brindar en gesto de bienvenida.

Habrá tenido unos 20 años más que nosotros, parecía simpático y, en cuestión de minutos, platicábamos ya como si fuéramos amigos. Morgan dijo que se llamaba. Había recorrido pocos caminos, casi como nosotros.

Al cabo de una hora, nos pusimos de acuerdo para ir al night club y seguir la fiesta, “la trufa”, como dijo Morgan.

En algún momento de la noche, no recuerdo bien, el tal Morgan desapareció. Yo me colapsé en la pista de baile intentando seguramente bailar como latin lover y mi amigo… pues ni sé qué hacía él. Salimos de ahí o nos sacaron y, a las pocas horas, amaneció.

Quizá bebimos unas cervezas antes, ahí por la calle del pueblo, sin dirección a casa, como completos desconocidos a la deriva. A esas horas, el pueblo ya estaba solitario, incluso sin grifos como nosotros.

Buscamos un taxi para ir de regreso al hotelucho aquél que, creo, era más bien un motel, aunque no de los de “paso”. Pero ¡ningún mísero taxi pasaba! Yo creo andaban fuera, descansando quizá.

Pedimos aventón inútilmente, mientras avanzábamos sin rumbo. Para hacer más poético el asunto, el cielo estaba gris y comenté que se venía un aguacero inminente. Así sería el fin de nuestra fiesta, borrachos y hartos y, encima, empapados.  

Ya perdida la paciencia y la esperanza, resignados a seguir caminando, resoplando el alcohol por nuestras bocas secas y sudándolo en los sobacos y la espalda, ¡apareció un taxi!

Se detuvo en la esquina de la calle donde estábamos, a unos metros nada más. Bajó un tipo y desde la puerta del copiloto nos hizo señal de que subiéramos. Creo que también gritó nuestros nombres. Nos fuimos acercando y resulta que el tipo que nos invitó a subir ¡era Morgan!

Volvió al rescate de nuestra dignidad, pensé. “Te dije que seríamos salvados, el Morgan nos salvó de esta condena”, comentó mi amigo exaltado. Le dije secamente que no exagerara, era sólo suerte (our lucky day, bastard!).

Saludamos a Morgan con efusividad, seguro hasta le dimos un abrazo. Acto seguido, le dijo al taxista que nos llevara a nuestro hotel y ahí nos dejó a los pocos minutos. Ya en la despedida, nos dijo que había sido una gran noche, ojalá se repitiera, “ustedes son buenos muchachos que, además, saben beber…”


No lo volvimos a ver. Al día siguiente, con una cruda mísera nos regresamos a nuestro pueblo y, desde esa vez, no he vuelto a reventar así. La verdad es que recuerdo muy poco de ese día, el dinero no sobró pero, sin duda, como dijo el tal Morgan, del que nunca olvidaré su nombre, fue una gran noche. 




Al terminar su relato, yo continué sobre el tema de Dylan, el bardo, el que adoptó el nombre de pila de ése otro gran poeta irlandés del que la verdad he leído muy poco, Dylan Thomas.

Bob Dylan, el cantautor, el vagabundo, aquél que ya recorrió los caminos necesarios para ser considerado hombre, ganó el premio Nobel de Literatura. Primer músico que logra este reconocimiento, músico de rock, que no se nos olvide. Por eso, quizá, el premio se siente tan irreal, algo que no ocurrió pero que tuvo lugar. En estos días, he leído acerca de lo que han escrito los del mundillo de las letras, aquéllos que saben, y el consenso es que es improbable determinar si se lo merecía.

Para mí, le dije a mi amigo del relato, todo esto me parece una ficción, como si estuviera viviendo un cuento en el que el músico de rock, Bob Dylan, obtiene el Nobel de Literatura y la explicación oficial es que “a través de sus poemas (que son eso en realidad sus canciones) ha logrado trascender las fronteras de los géneros literarios”. En ese mismo cuento, el magnate Trump fue electo presidente de Estados Unidos; los ingleses decidieron separarse de la Unión Europea; el pueblo de Colombia rechazó los acuerdos de paz de una guerra que llevaba más de 50 años; Fidel Castro, el inmortal, falleció; Leonard Cohen, el poeta (quien declaró que darle a Dylan el Nobel era “como haberle dado una medalla al Everest”), también murió; David Bowie, el alien, abandonó el mundo, despidiéndose con una obra maestra que quizá fue el mejor disco de 2016; los Cubs de Chicago ganaron por fin la serie mundial, después de más de 100 años de no poder hacerlo; y tantos otros sucesos que sería mejor que los enumere y aborde quien escriba la novela de esta ficción en el futuro. 

Sin embargo, coincidimos mi amigo y yo, el Nobel de Dylan es más que merecido. Ha sido un poeta y músico innovador, un visionario. Aunque, la verdad, nadie sabe quién es Bob Dylan en realidad, que es como decir, nadie sabe quién es en realidad y, por ende, el éxito y la fama son absurdos, una falsificación (a misshapen). Cuando le preguntaron a Dylan si se sentía músico o poeta, respondió “no me siento nada”.

Continuamos platicando sobre otro tema, y después mi amigo preguntó si quería una cuba con Captain Morgan. ¡Que perspicaz!, le dije, y abrimos las cervezas, que eran lo único disponible. En ese momento, creí que éramos el bufón y el ladrón bajo la torre de control, sintiendo que la vida no es más que una broma. 



lunes, 27 de junio de 2016

Knausgaard y el arte de narrar lo trivial

¿Qué pasaría si decidiera escribir una novela sobre mi vida? Por ejemplo, aquélla vez que me detuve en una gasolinera a orinar y pasé a la tienda a comprar una cerveza. De regreso al auto, mirando la máquina despachadora, me di cuenta que había bajado el precio del combustible, así que decidí llenar el tanque mientras bebía un trago y me decía ‘qué raro, la economía está jodida, pero la gasolina cuesta menos’. Si escribiera eso y múltiples sucesos más no pasaría nada. ¿Alguien leería esa hipotética novela? Probablemente no. ¿Habrá algo digno de relatar sobre mi paso por el mundo? No lo sé.

Sin embargo, un escritor noruego se puso a escribir sobre su vida, relatando cada suceso minuciosamente y se convirtió, ‘de la noche a la mañana’, en sensación literaria. ¿Quiere decir, entonces, que cualquier mortal puede alcanzar el éxito si escribe sobre su vida? Por supuesto que no. Intentaré mostrar, en las líneas que siguen, porqué Karl Ove Knausgaard es una excepción, una anomalía en la industria de los libros que combina calidad literaria con éxito en ventas. 


Knausgaard es un escritor de Noruega que alcanzó la fama mundial con una serie de libros autobiográficos titulados Mi Lucha. A primera vista, podrá parecer que el título hace alusión al panfleto que escribiera Hitler; sin embargo, los libros no guardan ninguna relación con las ideas del dictador alemán. La serie autobiográfica consta de seis libros, publicados entre 2009 y 2011 en su idioma original. Hasta ahora, se han publicado los primeros cinco en español e inglés (y seguramente en otros idiomas también, pero ya es redundante enumerarlos). 

El libro al que haré referencia en esta entrada es al primero, A death in the family (La muerte del padre, en su traducción castellana). Escribo el subtítulo en inglés porque lo leí en este idioma, no sabía que Anagrama también ya había publicado las traducciones al español. El primer volumen se centra en la muerte de su padre, víctima de un alcoholismo severo que lo orilló a un final humillante. La muerte ocurrió cuando el autor tenía alrededor de 30 años. ‘Mi padre fue un idiota’, escribe Knausgaard, quien era denigrado frecuentemente por él con burlas o golpes. Pero no paró de llorar el día de su muerte, aceptando que, a pesar de su profundo desprecio, siempre quiso a su padre (‘ahora uso sus botas cuando ando en la casa’ declaró Knausgaard en alguna entrevista).

En mi opinión, lo que más atrae de Knausgaard en el primer libro, más allá de revelar su vida privada, es su estilo, su manera de narrar los hechos, con una atención microscópica a lo que sucede en su pensamiento  -su mundo interior- y alrededor –el mundo exterior- mostrando una conciencia de sí mismo que, por momentos y según su autor, es enfermiza. Y lo que resalta de ese estilo laborioso es que no produce tedio. De alguna manera, que no sé explicar, fluye y uno sigue leyendo sin detenerse cada dos o tres páginas porque las descripciones lo aburrieron.


La mayoría de las historias del primer volumen son acerca de sucesos cotidianos: cenar con los padres, visitar a los abuelos, besar una chica, formar una banda de rock con los amigos o emborracharse en año nuevo. Pero la forma de contarlas hace que el lector se sienta en un mundo distinto por los artificios literarios y, a la vez, familiar, porque está basado en la realidad (esa vaga noción compartida de vivir en el mismo mundo). En ese estilo, que ha sido comparado con el de Proust (y agrego a Joyce, aunque no se parezcan ni de cerca sus técnicas narrativas), reside una de las claves de la admiración hacia la obra de Knausgaard. 

Una mejor explicación sobre su estilo la encontré, de paso, en un ensayo de George Orwell sobre Trópico de Cáncer de Henry Miller, titulado Inside the whale (Dentro de la ballena). Por momentos me parecía que hablaba sobre la forma de narrar de Knausgaard. Ambas novelas, la del pulcro Miller y la de Knausgaard, encajan en el género que denomina Orwell como ‘autobiografía en forma de novela’, narradas en primera persona porque no es posible hacerlo de otro modo.

Escribe Orwell que Trópico de Cáncer es de esos libros que abren un mundo nuevo por revelar no lo que es extraño, sino lo que es común: está este mundo en el que hemos vivido desde la infancia, donde los asuntos cotidianos los hemos asumido incomunicables pero, de pronto, aparece alguien que se las ingenia para comunicarlos, logrando designar palabras para aquél mundo tan familiar que habitamos, el cual parece, además, que no amerita ser recreado. Los escritores con esta capacidad, como Miller y Knausgaard, escriben sin miedo y con un ritmo de vértigo, como si una tromba cayera en la calle donde estamos parados y, de pronto, se quitaran las ganas de buscar resguardo bajo un techo porque se descubre que la lluvia nos reanima y, misteriosamente, nos reconforta.

Revelar ese universo cotidiano crea, en mi opinión, una atmósfera que permea la escritura de autenticidad, donde no importan tanto los sucesos que se narran, sino esa sensación de reconocimiento, de reflejarnos en el mundo rutinario. Esto genera, dice Orwell, que el lector no se sienta solo. Agrega Orwell que al leer ciertos pasajes de la novela de Miller y del Ulises de Joyce (y yo agrego que también en Mi Lucha), sientes que tu mente y la del escritor son una. En este tipo de novelas, el lector entra en contacto, por un momento, con experiencias en las que logra reconocerse, contrario a lo que sucede con la literatura ordinaria, caracterizada por mentiras, simplificaciones y un estilo ‘afectado’.  

Aquello de abolir la soledad del lector, aunque sea temporalmente, es paradójico, ya que las novelas fueron escritas por solitarios incorregibles: Miller, Joyce y Knausgaard, quien no sólo escribió Mi Lucha bajo una soledad radical, confinado en un estudio durante días y meses, sino que, a lo largo del libro, se muestra como una persona solitaria que se regodea de su condición y admite, sin vergüenza, no sentir mayor interés por crear amistades. Su motivación esencial es escribir y, ya se sabe, no se escribe acompañado. Su soledad sólo es atenuada por su familia.

Para observar y escribir, hay que guardar distancia. Inevitablemente, escribir sobre el mundo que uno observa implica un acto de crítica. En opinión de Orwell, la actitud de Miller al compartir sus vivencias en Trópico de Cáncer es la de aceptar el mundo y, de este modo, encontrarlo habitable. Para mí, Knausgaard también acepta este mundo y la vida como son, aunque con cierta sorna y resignación rebelde, sin importar la contradicción.

La frase que resume la actitud de Knausgaard es una que repite varias veces en el primer libro, en boca de su abuela y para la que no encuentro traducción: ‘life is a pitch, the woman said. You know, she couldn’t pronounce well the b.’ El escritor noruego agrega en el libro que escribe movido por el anhelo, la nostalgia y el ansia de no sabe qué. Sólo atina describirlo como un fuerte sentimiento sin ningún propósito o fin que lo ha llevado a querer ‘abrir el mundo’ para tal vez encontrar su fuente o, al menos, agotarlo con la escritura. Ese mundo de anhelo es ficticio y, sin embargo, es el mundo real. Entonces, concluye Knausgaard, ‘escribo ficción para combatir la ficción.’ 


Además del estilo, no hay que olvidar que Knausgaard escribe sobre su vida con una honestidad que, para algunos, cae en la indiscreción. Su esposa dijo al respecto, en una entrevista, que se había casado con el hombre ‘más indiscreto del mundo.’ Esto, por supuesto, también podría explicar su éxito de ventas; sin embargo, sus historias evitan el escándalo y el tono morboso de quien busca saciar perversiones ocultas. Usa un tono confesional pero, en mi opinión, él no se confiesa, sino que escribe de sí mismo como un personaje más, porque no encontró mejor forma de crear ficciones.

Pienso que fue muy cuidadoso al elegir qué aspectos contar, usando un proceso selectivo en la crónica de su vida, dejando muchos acontecimientos de lado y centrándose en narrar sólo una parte representativa. En ese sentido, en muchas escenas, el lector se queda con ganas de saber qué hicieron los demás o qué pensó él en realidad. A cambio, él prefiere describir con minuciosidad ciertos hechos, como cuando limpió la casa donde murió su padre.

En lugar de ser una mera revelación de detalles íntimos, su libro es una obra literaria inédita porque, al narrar las acciones que -siguiendo con el ejemplo anterior- hizo para limpiar el baño de aquélla casa impregnada de muerte, contando qué marca de detergente usó, el color de las manchas, el interior del escusado, los utensilios del lavabo o el esfuerzo de limpiar, tallando las paredes y barriendo el piso, interna al lector en la atmósfera de esa experiencia paralizante. Ese hecho habitual de limpiar la casa que, en apariencia, no tiene nada de literario ni es digno de ser contado, logra trasmitir el dolor y la humillación de tener que poner en orden la casa (y la vida) después de la muerte del padre. 

En ese acto de narrar lo ordinario, desocupándose de analizar la vida de su padre o dramatizar la escena con múltiples diálogos y discusiones, reside el arte literario del escritor noruego. A través de relatar lo trivial (que algunos han criticado como un ‘no contar nada’), Knausgaard logra expresar el significado de una vida. Es un acto de transferir lo importante a lo cotidiano (al modo de un trasvase), sin devaluarlo y sin exagerarlo. La historia de Mi lucha es, entonces, la suma de actos triviales que conforman una vida. Y Knausgaard declaró alguna vez que escribió esos libros con el corazón.

A modo de resumen, creo que el escritor noruego logró que la gente leyera su vida porque se centró en crear literatura y mostró, con un estilo inimitable, el mérito de narrar las nimiedades de la existencia, esas pequeñeces que, al final, conforman los recuerdos y la verdadera huella que dejamos.


Paquidermo

En alguna entrevista, el autor noruego dijo que de niño soñaba ser futbolista profesional. En la adolescencia, después de darse cuenta de su escasa habilidad para el futbol, quiso ser un rockstar. Y en la juventud, al admitir que no tenía talento para la música, decidió que su sueño era ser escritor. Y después… 


jueves, 30 de abril de 2015

Tabucchi y los perdedores



Cada vez que viajo tengo la intención de escribir un diario para consignar impresiones, anécdotas, sentimientos, diálogos y encuentros decisivos con el destino. Pero nunca lo hago. Llevo una libreta de “bolsillo” guardada en la mochila y ahí se queda hasta el regreso, con las páginas blancas relucientes. Es que no hay tiempo, me digo, si hay tanto que ver. Aunque la verdad es por falta de ganas. Los escasos momentos a solas y en sosiego son para dormir. En ocasiones, viajando solo, he escrito sobre el viaje en la libreta minúscula  y, con frustración, noto que lo apuntado le resta brillo o extrañeza a lo vivido. Para qué escribir si el viaje ya es en sí mismo un ejercicio literario, el mejor posible, concluyo. 

Esta idea sobre lo redundante de escribir durante un viaje me fue desmentida al leer Dama de Porto Pim de Antonio Tabucchi, donde con trazos breves y prosa de orfebre se adentra en la intimidad de las remotas islas Azores, y ofrece al lector historias intrigantes sobre un lugar en el que uno se imagina que lo único que pasa es el vuelo de las gaviotas sobre el mar en la costa de alguna de las nueve islas que conforman el archipiélago portugués (“montes de fuego, viento y soledad”, describió las islas en el siglo XVI uno de los primeros viajeros). El libro no es un diario de viaje sino una serie de fragmentos y cuentos cortos que aluden constantemente al mamífero que atrae las miradas extranjeras hacia el archipiélago: la ballena. El cetáceo colosal, figura casi mítica en la literatura, oro de los mares y arquetipo de la majestuosa incomprensión que tenemos de nuestra naturaleza. 

La fijación con la ballena es tal que Tabucchi escribe un fragmento imaginando cómo vería este animal a los hombres, siguiendo su viejo vicio de espiar las cosas desde el otro lado, como apunta en el prólogo. La literatura puede llegar a esos extremos y no parecer ridícula (aunque sí un tanto pretenciosa). La ballena surca los mares y mira de reojo a los seres humanos: “qué poco redondos son, sin la majestuosidad de las formas consumadas y suficientes, pero con una minúscula cabeza móvil en la que parece concentrarse toda su extraña vida”. Los mira de nuevo, en sus barcas, navegando al acecho de su carne que atacan con un objeto largo y filoso. Durante la noche duermen o contemplan la luna y la ballena puede observarlos a la deriva, mientras sus lanchas pasan cerca de ella. “Se alejan deslizándose en silencio y es evidente que están tristes.”

La única sección del libro que semeja un diario de viaje es cuando Tabucchi narra su participación como observador en la caza de una ballena, relato intenso y minucioso que describe un acto sangriento pero realizado con nobleza, contradicción que condensa la intriga de las demás historias de Porto Pim. ¿Porqué decidió participar en esta jornada?, le pregunta el patrón ballenero y el escritor italiano responde “por pura curiosidad”. Ambos platican un rato más después de la caza y el ballenero le cuenta de sus hijos que emigaron al Continente Americano y a quienes no ve desde hace seis años. Una vez volvieron pero no quiso irse con ellos, porque él quisiera morirse allí en las islas, su casa. Ante ese guiño de confianza, el escritor italiano le confiesa que en realidad acudió a ver la caza porque tanto el ballenero como la ballena están, al parecer, en extinción. 



Más alla de las ballenas, el interés de Tabucchi es contar historias breves sobre los pobladores de las islas, gente que conoce u observa durante su viaje o de quien se entera al investigar más sobre las Azores (al respecto, el escritor italiano incluye una bibliografía al final con libros de viajes de las islas que informan al suyo, de entre los que sobresale Sailing Alone Around the World de 1900 de un tal Capitán Joshua Slocum). Entre ellas se encuentra la historia de Antero de Quental, poeta portugués del siglo XIX, quien a mitad de su vida se suicida porque –dice la contraportada− descubrió la existencia de la nada, otra contradicción que sala la intriga.  Y el diálogo arcano entre una pareja que Tabucchi observa, donde el pobre iluso se regodea de su prestigio y pierde a su mujer en cubierta al arribar a una de las islas del archipiélago. 

La mejor historia, sin embargo, es la que da título al libro, transcripción de una historia relatada al novelista italiano por el músico de uno de los bares de la isla de Porto Pim. Relato de infortunio y perdición traídos por la belleza de una dama que subyugó el destino del juglar relator. Lucas Eduino se llamaba aquél músico local dedicado a cantar canciones folclóricas para los turistas. La segunda vez que Tabucchi lo invitó a beber, Lucas decidió contarle su historia porque notó que el italiano estaba buscando algo y, además, sabía apreciar la belleza de las mujeres. Por aquélla dama, Lucas cambió su oficio natural de ballenero por el de músico, abandonó a su familia y se volvió un traidor. “¿Tú sabes lo que es la traición?”, le pregunta en una parte a su interlocutor, “la traición, la de verdad, es cuando sientes vergüenza y desearías ser otro.” Al final, como es de esperarse, se quedó solo y confinado a un oficio que supuso temporal. Tiempo después, uno de sus hermanos que emigró a América, como muchos en Azores, regresó para visitarlo y convencerlo de que se fuera con él, asegurándole que allá había trabajo para todos y era más fácil vivir. “¿Qué quiere decir una vida fácil, cuando la vida ya ha sido?,” se lamenta Lucas. 

En alguna entrevista, Tabucchi explicó que sus libros son sobre los perdedores, aquéllas personas que erraron el camino, pero que están empeñadas en seguir buscando. Como en muchas historias de la vida, en las de Dama de Porto Pim no hay finales felices. Hay, más bien, soledad e intrigas alimentadas por las contradicciones que agrietan y sostienen la vida, donde no hay brújulas precisas para distinguir el bien del mal. 




Paquidermo



Dama de Porto Pim fue publicado en 1984, diez años antes de Sostiene Pereira, el libro más popular de Antonio Tabucchi, del cual se hizo una película con el mismo nombre dirigida por Roberto Faenza con música de Ennio Morricone, y con el gran Marcello Mastroiainni en una de sus últimas películas en el papel de Pereira. 

Aparte de las historias sobre ballenas y aldeanos de las Azores, Dama de Porto Pim incluye un cuento borgeano “Hespérides. Sueño en forma de carta”. El sueño inicia con una línea que parece haber sido dicha por el Capitán Ahab en la ultratumba:



Después de haber surcado las aguas durante muchos días y muchas noches, he comprendido que el Occidente no tiene fin sino que sigue desplazándose con nosotros, y que podemos perseguirle a nuestro antojo sin jamás alcanzarle.